Un día, a última hora de la tarde, muy lejos de mí, del rincón en el que yo estaba, en el televisor, después de las noticias, de las cuales apenas se podía oír nada, con el continuo ruido y estrépito que había en la sala, insólitamente, de un modo totalmente extraño y noble, apareció el rostro de William Faulkner, y no sé por qué a mí, en aquel rincón, se me hizo claro que el escritor que durante todos aquellos años había sido para mí, su lector, una especie de padre aquel día había muerto. Un gran silencio, a la vez doloroso y suave, se expandió dentro de mí y en torno a mí, y, además, me estuvo acompañando hasta más tarde, cuando –¿debió de ser en julio de 1962?–, por la noche, me dirigía en bicicleta al lugar en el que me albergaba, en las afueras de la ciudad, un silencio que se expandía por toda la ciudad.
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Ahora es el momento de aclararlo: los lugares que, de este o aquel modo, son silenciosos no me han servido únicamente de refugio, de asilo, de escondite, de protección, de cueva de eremita. Es verdad que en parte lo fueron siempre. Pero, también desde siempre, fueron al mismo tiempo algo completamente distinto. Precisamente esta diferencia radical, este mucho más es lo que me ha llevado a escribir este ensayo que, por medio de la escritura, intenta arrojar algo de claridad sobre este asunto, una claridad que por naturaleza es fragmentaria.
[Alianza Editorial. Traducción de Eustaquio Barjau]