Los niños de los setenta no teníamos padres helicóptero: te movías por el mundo más o menos solo, explorando sin la ayuda de la autoridad paterna o materna. En retrospectiva mis padres, como los padres de los amigos con los que crecí, parecían despreocuparse increíblemente de nosotros, no como los padres de hoy en día, que documentan cada movimiento de sus hijos en Facebook y los muestran en Instagram y los limitan a espacios seguros y exigen solo positividad al tiempo que parecen intentar protegerlos de todo. Si creciste en los setenta, tu infancia no fue así. El mundo todavía no giraba en torno a los niños.
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Aunque con frecuencia deseaba que el mundo fuera de otro modo, también sabía –y el cine de terror contribuía a confirmarlo– que nunca iba a cambiar, una constatación que a su vez me condujo a cierta aceptación. El terror suavizó la transición desde la supuesta inocencia de la niñez a la previsible desilusión de la vida adulta y, además, afinó mi sentido de la ironía.
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En la sociedad anterior al sida donde se hablaba de sexo con naturalidad y sin angustias ni amenazas, el cuerpo carecía de significantes salvo el placer. La imaginería sexual todavía no reflejaba el miedo ni el pavor, ni tampoco la ironía. Eran, como he ido comprendiendo a medida que me he hecho mayor, tiempos inocentes, aun cuando no nos lo parecieran mientras los vivimos.
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Aquella era analógica poseía un romanticismo, un ardor, una otredad del que carece la era digital postimperial cuando en última instancia todo parece de usar y tirar.
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Pero esta es una época que juzga a todos con tal dureza a través del filtro de la política identitaria que, si te resistes al amenazador pensamiento de grupo de la "ideología progresista", que propone la inclusividad universal salvo para aquellos que osen formular preguntas, estás jodido. Todo el mundo tiene que ser igual y reaccionar de idéntica forma ante una obra de arte concreta, un movimiento o una idea, y si te niegas a sumarte al coro de aprobación serás tachado de racista o de misógino. Es lo que le pasa a una cultura cuando deja de importarle el arte.
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Cuando una comunidad se enorgullece de sus diferencias y peculiaridades y luego proscribe a la gente por lo que dice –no por un discurso del odio, sino simplemente porque discrepan–, se ha instaurado un fascismo corporativo que no solo la GLAAD sino todos deberíamos reconsiderar seriamente. El problema al que se enfrentaban muchos de mis partidarios era sencillo: si no eras un gay del tipo elfo mágico, automáticamente te arriesgabas a que la élite de la comunidad gay te condenase al ostracismo.
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No tener la capacidad o la voluntad para ponerte en la piel del otro, para ver la vida de un modo distinto a cómo tú la experimentas, es el primer paso hacia la falta de empatía, y por eso tantos movimientos progresistas se vuelven tan rígidos y autoritarios como las instituciones a las que se oponen.
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Esta extensa epidemia de autovictimización, de definirse en esencia a partir de algo malo, un trauma ocurrido en el pasado que has permitido que te defina, es de hecho una enfermedad. Es algo que uno tiene que resolver para poder participar en la sociedad, porque de lo contrario no solo se daña a sí mismo, sino que perjudica gravemente a familia y amistades, vecinos y desconocidos que no se consideran víctimas. El hecho de no poder escuchar un chiste ni ver determinadas imágenes (un cuadro o incluso un tuit) y de calificarlo todo de sexista o racista (lo sea o no) y por tanto considerarlo dañino e intolerable –por lo que nadie más debería escucharlo, verlo o tolerarlo– constituye una manía nueva, una psicosis que la cultura ha ido cultivando.
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Ahora presenciaba un nuevo tipo de progresismo, uno que censuraba deliberadamente a la gente y castigaba a las voces en contra, obstruía opiniones y bloqueaba puntos de vista.
[Random House. Traducción de Cruz Rodríguez Juiz]