Los niños que entrevisto pronuncian palabras reticentes, palabras llenas de desconfianza, palabras fruto del miedo soterrado y la humillación constante. Hay que traducir esas palabras a otro idioma, trasladarlas a frases sucintas, transformarlas en un relato coherente, y reescribir todo eso buscando términos legales claros. El problema es que las historias de los niños siempre llegan como revueltas, llenas de interferencias, casi tartamudeadas. Son historias de vidas tan devastadas y rotas, que a veces resulta imposible imponerles un orden narrativo.
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¿Porque cómo se explica que nunca es la inspiración lo que empuja a nadie a contar una historia, sino, más bien, una combinación de rabia y claridad? Cómo decir: No, no encontramos ninguna inspiración aquí; encontramos un país tan hermoso como roto, y dado que estamos viviendo en él, estamos igualmente un poco rotos y avergonzados, y quizá buscamos algún tipo de explicación, o de justificación, para estar aquí.
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Todas las historias que se traducen en la corte acaban siendo generalizaciones de los relatos personales, distorsiones; toda traducción de las historias de los niños es una imagen fuera de foco.
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Contar historias no sirve de nada, no arregla vidas rotas. Pero es una forma de entender lo impensable.
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No sé si a la larga sea más barato o más caro, pero supongo que le resulta más conveniente a los gobiernos de México y Estados Unidos invertir millones de dólares y de pesos en operativos militares, muros y drones para evitar el paso de "niños ilegales" que asumir la responsabilidad de integrar a "niños refugiados" en su sociedad.
[Sexto Piso]