La tarde de un escritor, de Peter Handke


No había viento, pero el aire era tan frío que le rozó la frente y el cuello. En una bifurcación del camino se paró y meditó la dirección: en el centro de la ciudad habría las aglomeraciones prenavideñas; en la periferia estaría solo. En los periodos de ociosidad solía, por regla general, ir paseando hasta el centro. Pero en cambio, cuando estaba ocupado con su trabajo, se encaminaba normalmente hacia la periferia por su alejamiento y soledad; esta regla había dado, cuando menos hasta ahora, buenos resultados. Pero ¿seguía acaso alguna regla? ¿No habían cedido las pocas reglas que había intentado imponerse ante otras cosas, como el mal humor, el azar, la inspiración, cosas que en su momento le parecían primordiales? Desde hacía decenios vivía prácticamente orientado hacia la consecución de aquello que en cada caso estuviera escribiendo; sin embargo, hasta el presente desconocía un "cómo" seguro; dentro de él seguía siendo todo tan provisional como lo había sido en el niño de antaño, luego en el escolar y después en el principiante.

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¡Ir directamente a la periferia! ¡Mi sitio! O ¿por qué no quedarse en casa, en su cuarto, donde no sentía hambre ni sed ni necesidad alguna de compañía, como si el mero hecho de enfrascarse, mirando y escribiendo, le proporcionara suficiente alimento y bebida, y le ensartara en la fila de transeúntes? ¿Acaso no iluminaban esos últimos rayos del día el papel metido en la máquina y los lápices a los lados señalando los puntos cardinales, al tiempo que desde la colina del vecino se reflejaban en la habitación las luces intermitentes de los aviones vespertinos?

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Y estando así las cosas, ¿quién podía remitirse al hecho de ser artista y llevar dentro un universo interior? A ese tropel de preguntas hizo frente con la siguiente respuesta: Ya en el hecho de aislarme y hacer mi vida aparte para poder escribir –¿cuántos años hacía ya de ello?–, reconocí mi derrota como persona adscrita a una sociedad; yo mismo me excluí de los demás para el resto de mis días. Y aunque siga aquí sentado hasta el final entre la gente, y me saluden, me abracen y me hagan partícipe de sus secretos, yo nunca seré uno de ellos.

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«Ya sabes que yo también fui escritor muchos años. Hoy me ves tan contento porque ya no lo soy. Ahora te contaré por qué estoy tan relajado. ¡Escúchame, amigo mío! Al principio de escribir, yo veía en el mundo que llevaba dentro una serie fiable de imágenes que me bastaba contemplar y exponer después una tras otra. Pero con el tiempo se fue perdiendo la claridad de los perfiles, y aparte de mirarme por dentro, empecé a aguzar el oído. […]»


[Alfaguara. Traducción de Isabel García-Wetzler]

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