VIGÍA DE PALABRAS
Cuando nos conocimos, él ya tenía canosas sus barbas y melenas.
Jorge G. Aranguren nunca fue un maestro altivo. Venía de su taller de artesano y nos mostraba las dudas. Inclinado sobre los papeles, componía poemas con idioma selecto. Los diccionarios, las obras de autores clásicos y los manuales de sintaxis eran sus herramientas de consuelo y suplicio. El trabajo de vigía de las palabras lo convirtió en un hombre suave.
Nacido durante la guerra civil española, tuvo que resistir contra un ambiente estricto y se vengaba mencionando sensualidades. La posguerra le inoculó el miedo a la escasez. Todavía evoca con nostalgia su adolescencia en Francia, donde se instruyó entre obreros, un abad, republicanos perseguidos y objetos de aluvión.
La orfandad ha sido su calendario. Lo acepta. Ni secunda los fervores de la tribu ni corea esclavitudes. Pero se yergue en cuanto oye la palabra gramática.
Otra vez regresa a sus estudios. Perseverante, elimina de sus páginas el sonido estridente, la imprecisión, los hierbajos de la moda. Sin ser un mendigo de la música, nos enseña a escuchar nuestras frases. Mitiga el desamparo buscando la belleza.
Su ética está concentrada en el oído.
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HERMANA DISTANTE
Ahora escucho a mi hermana nacida ciento veinticuatro años antes que yo.
Ella, Emily Dickinson, nace en Massachusetts, en una familia de jueces, y la fe protestante le impone sentencias inflexibles. Nuestro carácter opuesto aumenta la lejanía geográfica y temporal, pero un hijo rojo nos une.
El hilo surge cuando ella elige la poesía para tamizar su angustia.
Los versos son su telescopio, la huerta que cuidad, un piano. Sus poemas describen una sombra sobre el césped y nos aproximan el insecto, la montaña, el sicomoro. Emily dice que necesita calmar un dolor para no vivir en vano.
Parece que escribe con el fin de espiarse. Habla de amores sin mencionar los placeres del cuerpo. Leo en una de sus cartas: Trabajo en mi prisión y soy huésped de mí misma.
No terminada su juventud, mi hermana distante decide vestirse sólo de blanco y no salir de su casa.
Su soledad crece. Emily pasa los últimos tres años de su vida encerrada en un espacio reducido. Visito sus páginas y entiendo que las palabras sean su única habitación.
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GRIETA AMBULANTE
Me veo en una hilera de superficies quebradizas que llamo edad. Mi niñez pasa deslizándose sobre unos libros de hielo.
Mis compañeros abren sendas. Vagan por extensiones que terminan en un laberinto, en el declive de un barranco, en un desierto silencioso. Debajo de las grietas de los caminos intuyo enfermedades, violencia, penuria, incomunicación.
Sé que mis vecinos cierran con deseos, oraciones o ebriedad las hendiduras de sus superficies.
Con el paso de las estaciones, integro el camino en mi cuerpo. Soy una grieta ambulante. Me curvo y la grieta supura un líquido: es la alegría que va a deshacerme y esparcirme.
[Ediciones Hiperión]