Pasé nueve meses en la cama. No estaba enfermo, me sentía bien. Físicamente, quiero decir. O al menos no mucho peor que de costumbre… Simplemente, no lograba encontrar un motivo lo bastante sólido para abandonar la cama. Podía quedarme horas tumbado bocarriba y observar cómo un rayo de sol se abría paso a través de una rendija de la persiana. Oía el borboteo en las cañerías, las voces del vecindario ahogadas en las paredes, el chirrido del mecanismo del ascensor, las patas de las palomas que se deslizaban por el alféizar chapado de la ventana… Miraba fijamente al techo, comía pastas de té migadas en agua… Dormía… Y eso era todo. Era todo lo que hacía y quería hacer en aquellos días. No era feliz.
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Si no creyera en la reencarnación, en una nueva oportunidad, estoy convencido de que la depresión me asfixiaría. Porque, ya lo he dicho, la vida me parece muy dura desde que vivo solo y he comprendido que nunca nada será tan bello como antes. Que no existe psicología, consejo, tentación, hechizo, magia negra, que puedan hacer que vuelva a ser feliz con mi mujer.
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He encontrado en un cuaderno mi antigua lista de miedos. La confeccioné hace varios años, por pura diversión, después de haber leído en un periódico el consejo de un psicólogo que afirmaba que en la lucha contra las diversas fobias lo más importante era admitir su existencia. Mi lista tenía siete miedos:
-El miedo a la muerte
-El miedo a la enfermedad
-El miedo a la pobreza
-El miedo a los reptiles
-El miedo al agua grande
-El miedo a las alturas
-El miedo a que me entierren vivo
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Hoy he añadido a la lista un miedo más: el miedo a la soledad.
Estoy asustado. El psicólogo aquel no tenía razón. Los miedos son como los vampiros, aparecen cuando los nombras demasiado.
[Sajalín Editores. Traducción de Luisa F. Garrido y Tihomir Pištelek]