El loro de Flaubert, de Julian Barnes



A mí también se me ocurrió una vez que podía escribir libros. Disponía de las ideas; incluso tomé notas. Pero era médico, casado y con hijos. No se puede hacer bien más que una sola cosa: Flaubert lo sabía. Lo que yo hacía bien era ser médico. Mi esposa..., murió. Mis hijos están ahora desperdigados; escriben cada vez que les impulsa la mala conciencia. Viven su propia vida, naturalmente. «¡La vida! ¡La vida! ¡Erecciones!» El otro día estaba leyendo estas exclamaciones de Flaubert. Hicieron que me sintiera como una estatua de piedra con un parche en la entrepierna.
¿Los libros no escritos? No son motivo de resentimiento. Ya hay demasiados libros. Además, recuerdo el final de L’Éducation sentimentale. Frédéric y su compañero Deslauriers vuelven la vista atrás para contemplar sus vidas. Su último y favorito recuerdo es el de una visita a un burdel realizada hace muchos años, cuando ambos eran todavía unos colegiales. Habían trazado con todo detalle el plan de la excursión, se hicieron rizar el pelo especialmente para ese acontecimiento, e incluso robaron flores para regalárselas a las chicas. Pero cuando llegaron al burdel Frédéric se puso nervioso, y los dos huyeron corriendo de allí. Así fue el mejor día de sus vidas. ¿No será que la forma más segura de placer, nos dice implícitamente Flaubert, es el placer de la ilusión? ¿Acaso hay alguien que necesite irrumpir en el desolado desván del cumplimiento?

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Los novelistas que piensan que sus escritos son un instrumento político degradan, me parece, la literatura y exaltan neciamente la política. No, no estoy diciendo que debería estarles prohibido que tuvieran opiniones políticas ni que hicieran declaraciones políticas. Sólo digo que a esa parte de su trabajo deberían llamarle periodismo. El escritor que imagina que la novela es la forma más eficaz de participar en política suele ser un mal novelista, un mal periodista y un mal político.

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Los viejos tiempos eran buenos porque nosotros éramos jóvenes, y porque ignorábamos lo ignorantes que pueden ser los jóvenes.

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Los libros dicen: ella hizo esto porque. La vida dice: ella hizo esto. En los libros las cosas quedan explicadas; en la vida, no. No me extraña que la gente prefiera los libros. Los libros le dan sentido a la vida. El único problema radica en que las vidas a las que dan sentido son las de otros, jamás a la del lector. 



[Anagrama. Traducción de Antonio Mauri]

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