La cartilla militar, de Max Frisch



Grasa de fusil, olor a pardas mantas de lana que se suben gasta la barbilla, alcanfor, sopa de rancho, sudor en la gorra y jabón contra el sudor, el olor de los cuarteles, soda, mondas de patatas, cuero, calcetines mojados. Olor a paja seca en fardos atados con alambre que se rompe a golpe de bayoneta, nubes de polvo en un aula y olor a tiza, cartuchos vacíos, letrinas, carburo, el olor que surge cuando se limpia la perola con rastrojos de hierba y se la desengrasa con tierra, ese olor a tierra, metal, hierba y restos de sopa, ceniceros repletos en el cuerpo de guardia, olor de hombres que duermen en uniforme. Olores que solo hay en el ejército.

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El enemigo sobre el terreno no debía ser forzosamente un soldado de Hitler, sino cualquiera que atentase contra nuestra neutralidad.

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La contradicción existente en el hecho de que el ejército, concebido para defender la democracia, sea antidemocrático en toda su estructura, se presenta solamente como tal contradicción mientras se tome en serio la afirmación de que el ejército defiende la democracia. Y eso era lo que yo realmente creía en aquellos años.

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Debo hacer una corrección: el recuerdo fundamental no es el recuerdo del vacío. Lo que se recuerda fundamentalmente es cómo el uniforme nos hacía perder la conciencia de las cosas, sin que nadie se diese cuenta de ello. ¿Qué clase de orden debía darse a la tropa para que esta, en cuanto conjunto de hombres, se negase a cumplirla? No era suficiente que se ordenase algo manifiestamente absurdo. En medio de aquel estado de inhibición que el ejército provocaba en nosotros ¿dónde había sitio para la conciencia?


[Las afueras. Traducción de Luis González-Hontoria]

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