De pronto, mi cuerpo, de Eve Ensler


Estuve en más de sesenta países. Escuché a mujeres que habían sido violentadas en sus camas, azotadas en sus burkas, quemadas con ácido en sus cocinas, dejadas por muertas en aparcamientos. Fui a Jalalabad, Sarajevo, Alabama, Puerto Príncipe, Peshawar, Pristina. Recorrí campos de refugiados, edificios quemados y patios traseros, habitaciones oscuras donde mujeres susurraban sus historias a la luz de una linterna. Las mujeres me enseñaron los latigazos en sus tobillos y sus caras derretidas, las cicatrices que habían dejado en sus cuerpos los cuchillos y los cigarrillos encendidos. Algunas ya no podían andar o practicar el sexo. Algunas se apagaban y desaparecían. Otras se convertían en máquinas aceleradas como yo.

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Etapa IVB, sobrevivir al cáncer, sobrevivir a la violación. Pero no soy una cifra y no quiero ser despachada y juzgada en categorías o grados. Dile a alguien que fuiste violada y se apartan. Dile a alguien que has perdido tu dinero y dejan de llamar. Dile a alguien que te has convertido en sin techo y te conviertes en invisible. Dile a alguien que tienes cáncer y están aterrorizados. No llaman. No saben qué decir.

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Me niego a aceptar o claudicar ante lo que algunos llamarían la realidad. No tolero las malas noticias. Lo admito. Lo odio. Detesto las decepciones. Soy débil; pues sí. Sé que, si abro la puerta, se ha acabado. Así es como he sobrevivido. Probablemente porque en el fondo soy una suicida. No voy a rendirme sin pelear. ¿De acuerdo?

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Si algo ha sostenido mi fe en los seres humanos, no son los grandes inventores, los poetas visionarios, los cirujanos del cerebro, o ni siquiera los Gandhis de este mundo. Son las Cindys, las serenas, invisibles Cindys, a menudo malpagadas o sin sueldo, que se levantan cada mañana y, tras alimentar a sus familias y cuidar a sus padres endebles, recorren el camino, sobre carreteras rurales nevadas o autopistas contaminadas hasta los hospitales, los asilos, los manicomios o los orfanatos. Con frecuencia no son reconocidas, cuidan a los pobres y a los privilegiados, los enfermos y los depravados. Tejen una red invisible de cariño a través de las mansiones solitarias de Beverly Hills, las salas de urgencias, las clínicas de mamografías y las Suites Infusión.

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Tener cáncer supuso que fuera tan lejos como podía ir, sin irme, y fue allí, colgada en ese filo, donde tuve que soltar todo lo que no era importante, librarme del pasado y reducirme a lo esencial. Allí descubrí mi segundo aliento. El segundo aliento llega cuando creemos estar acabados, cuando no podemos dar un paso más, ni respirar otra vez. Entonces lo hacemos.

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Transformemos nuestro dolor en poder, nuestro victimismo en fuego, nuestra autocompasión en acción, nuestra obsesión por nosotros mismos en servicio, en fuego, en viento. Viento. Viento. Sé tan transparente como el viento, sé tan posible, incansable y peligroso, sé lo que mueve las cosas hacia delante sin necesidad de dejar huella, sé parte de esa colección de moléculas que comienza en algún lugar desconocido y no puede dejar de elevarse. Elevarse. Elevarse. Elevarse.


[Capitán Swing Libros. Traducción de Ethel Odriozola] 

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