Breve historia del circo, de Pablo Cerezal


En Cochabamba puedo contemplar, a diario, el afán de un nutrido grupo de niños cuyo futuro, al igual que el de los guerrilleros que dieron origen al Circo, pareciera estar escrito. Niños cuyo porvenir quisieron –otros– escupir en las mareas mínimas de desagües y vertederos, desvencijar en el sofá deteriorado de los aromas del pegamento, anudar al sacrificio profano de una niñez sin juego. La solidaridad, ese yunque en que el martillo de lo políticamente correcto golpea las conciencias con el ánimo de forjar espadas de esperanza, ayuda a que estos niños, a través de las artes circenses, recuperen a esa madre de juego y risa de que, demasiado pronto, les destetaron.

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Soy alguien. Quizás sólo existencia, como temía Sartre en La Náusea. Pero hoy, al fin, una existencia feliz de no existir contemplando, en el espejo retorcido del mañana sin desayuno y con sueño, una corbata anudada a su respiración de tabaco y hartazgo. Porque ya no hay corbata. Ya ninguna cartografía de mil rayas recorre la nervadura de mi piel. Quiero decir: ya ni visto traje cruzado ni soy cruzado del vacío, de la falsa apariencia, para obtener un salario de fin de mes y postrera esperanza. Ahora, ya digo, las reuniones de trabajo, esas en que se cierran acuerdos como misiles y se lanzan bombas como cifras, quedan lejos de mí, y los únicos acuerdos que alcanzo, a la sombra de una parra y un café mediado, revierten económica y vitalmente en la sonrisa despavorida de un tropel de niños deslumbrados de podredumbre, hambre y, a pesar de todo, alegría.

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Arde Cochabamba, podría pensar el inexistente lector de estas líneas retorcidas en regueros de cochambre. O quizás no. Porque, de primeras, es difícil imaginar la basura que ya forma parte del pavimento y el caminar ciudadano crepitando en pira funeraria. La basura, cuando es parte del paisaje, caso de arder solo lograría desmantelar la ciudad. Y eso no, no lo deseamos quienes en ella habitamos.
Pero tampoco deseamos conservar la basura en nuestras casas. Mejor su descanso dominical de barrenderos en huelga y gatos famélicos. 

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El hospital despereza el sudor de heridas y lamentos de un día perdido entre vendajes, sondas, goteos y suturas que no quieren decir su nombre. Y tú describes tu presencia con la metáfora quieta del llanto primero. Yo, aletargado por el cínico festival de luces de la sala de partos, asisto a tu nacimiento.
Surges de un naufragio de vísceras como pétalos de rosas que nunca germinaron espinas, reclamando tu pequeño espacio en un mundo que se precia de regalar a cada uno el suyo. Tu madre te regala el punzón incierto de un dolor de siglos con el que tú decides coser celofanes de regalo y pajaritas de tiempo.
Afuera, los voceros del apocalipsis continúan su prédica huérfana de esperanza y podrida de futuros que no llegan. Yo, dentro, embadurnado de la asepsia azul cobalto del partitorio, asisto al apocalipsis de vida y milagro de tu nacimiento, hijo, mientras tu madre se desmadeja en arrumacos de lágrima y desvanecimientos de emoción que nadie ya, salvo tú, podrá reverdecer en el pasto breve de las pupilas.


[Chamán Ediciones]

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