Lo he dicho en varias ocasiones, pero es necesario repetirlo hasta el hartazgo: en tiempos en los que a casi nadie le importa de verdad la literatura, es un regalo que editores como los de Sajalín, Pálido Fuego, Sexto Piso, Underwood o Impedimenta sigan traduciendo algunas obras de Newton Thornburg, William T. Vollmann, William Gaddis, Rudolph Wurlitzer o Mircea Cartarescu. Porque, además, lo están haciendo en una época incierta y confusa y de cambios en la que al personal sólo le interesan las redes sociales y comentar las series en esas redes (no digo verlas: eso interesa menos, les importa más comentarlo); en tiempos en los que impera la fórmula en la poesía española (y luego se quejan de Disney); en tiempos en los que un tipo prefiere verse una peli en screener (aunque la calidad sea pésima) en vez de ir al cine o esperar al ripeo porque lo que importa es alardear de que ya la ha visto; en tiempos en los que a mucha gente le importa más hacerse la foto con el autor famoso que leerse el libro que acaba de comprar. En este ámbito, seguir publicando a Barth, a Gass, a Selby Jr., a Tom McCarthy… es poco menos que un suicidio comercial aunque en algunos casos la jugada salga bien y recuperen la inversión inicial.
Hoy la mayoría de los editores buscan seguir agotando el filón que haya triunfado en las librerías, en los foros de internet y en las listas de los suplementos culturales. Pero las obras de William T. Vollmann (que empezó a publicar Muchnik, tarea que continúa Pálido Fuego, amén de los dos títulos que salieron en Mondadori) se apartan de todo eso: de fórmulas, de vanidades, de caminos trillados… Con Vollmann nunca se sabe. No se sabe por qué sendas nos llevará, ni cómo hilará las narraciones. Lo único que sabemos sus lectores es que se arriesga y que le apasionan los márgenes de la sociedad: los pobres, las prostitutas, los drogadictos…
Vollmann es un escritor que ha viajado mucho por todo el planeta. De ahí ha extraído su visión del mundo, el germen de sus libros y su experiencia, que siempre bordea los límites o entra directamente en terrenos peligrosos. El Atlas es el resultado fragmentario de todo eso: en vez de centrar un ensayo o una novela en tal o cual ciudad, este libro es un conglomerado de todos o casi todos los sitios que ha visitado. La idea nació, como él mismo indica al inicio, de las Historias de la palma de la mano de Yasunari Kawabata: una serie de historias cortas que Vollmann ambienta en Chicago, Berlín, Bangkok, Nueva York, Sidney, Ontario, Nairobi, Belgrado, Pompeya, Nápoles, Sarajevo, Los Ángeles… El autor precisa sus intenciones en una nota al pie del comienzo: …debería aclarar que esta colección está organizada como un palíndromo: el motivo de la primera historia se retoma en la última, la segunda encuentra su eco en la penúltima y así sucesivamente. […] Por último, la narración que da título al libro contiene un poco de cada una de las demás.
El Atlas es, por tanto, un vistazo al mundo tal y como Vollmann lo percibe y lo entiende. Como si fuera una mina de narraciones, un pozo sin fondo, dentro encontramos historias reales, historias ficticias, historias que mezclan realidad y ficción, recuerdos que parecen cuentos, cuentos que parecen reportajes, reportajes que parecen extractos de novelas y algunos traumas de la infancia que no ha conseguido olvidar y que arrastrará para siempre. Sólo le podría reprochar (y es una opinión muy personal) que algunos de los relatos sean demasiado locos o surrealistas, como si los hubiera escrito tras una ingesta de crack; eso, a mí particularmente, a ratos me agota. Hay algunas conexiones con otros libros suyos, como The Rifles, La Familia Real, Los pobres o Historias del Mariposa, bien porque los títulos ya lo anuncian, bien porque ha empleado algunas señas de identidad de esos libros. Al principio y al final del volumen, Vollmann introduce imágenes de sus viajes: son fotos tomadas por él mismo y que retratan la cara menos amable de los periplos, la de las personas que viven en peligro o entre la miseria. Es como si nos dijera: lo real está a ambos lados del libro, pero el resto es Literatura con mayúsculas. Vollmann equivale, siempre, a literatura de riesgo, a literatura de excesos, a literatura auténtica y cuajada de sorpresas. Por mucho que analicemos El Atlas e indaguemos en sus costuras, el lector sólo puede hacerse una idea sumergiéndose en su espesura narrativa.
En el centro del libro hay una narración ("El Atlas") que de alguna manera condensa todo el volumen, como si fuese un resumen. Os dejo con el magnífico arranque:
A esas alturas había agotado todo lugar. Adondequiera que iba, se decía: Aquí ya no hay nada para mí. Nada más en ninguna parte nadie.
Había terminado.
Antes, la vida había sido tan misteriosa como un lago de montaña al alba. Entonces creía que podían ocurrirle cosas. Ahora comprendía que nunca ocurriría nada.
Era hora de volver a Canadá.
Viajar, en especial por la mañana temprano, es equivalente a morir: atravesar una noche de casas ahogadas por el sueño, acarrear el equipaje por los últimos escalones hasta donde deba ser entregado, entrar en la irremisible zona de seguridad y luego esperar en monótonas cámaras a ser transportado. Así viajaba por sus días. Naturalmente sabía que vivir también se parece a morir. Vivir implica partir, seguir intentando no oír los gritos.
[Pálido Fuego. Traducción de José Luis Amores]