El palacio de cristal


La transparencia está de moda. Lo está al menos desde la construcción del Cristal Palace de Londres con motivo de la exposición universal en dicha ciudad en 1851. Unos años más tarde Dostoievski pasa por allí en su tour europeo y se horroriza tanto ante la visión del panóptico que no tiene más remedio de hablar de él en su novela El hombre del subsuelo. De esto y un poco más habla un ensayo de Peter Sloterdijk, precisamente titulado El palacio de Cristal (https://www.cccb.org/rcs_gene/petersloterdijk.pdf). Panjak Mishra dedica un puñado de páginas al mismo tema en su ensayo La edad de la ira (Galaxia Gutenberg). Cómo no recordar la última novela de Ray Loriga, Rendición, donde los personajes acaban recluidos en una ciudad de cristal de la que acaba escapando el protagonista. El paso intermedio entre uno y otro (el Palacio de Cristal y la Ciudad de Cristal) podría ser la primera casa cuyas paredes son absolutamente transparentes, diseñada y posteriormente habitada por el arquitecto Philip Johnson.


Por otra parte, si hay una empresa empecinada en hacer de la transparencia un elemento corporativo es Apple. Apple ha patentado las escaleras transparentes de algunos de sus estores, los soportes transparentes de sus tablets, y hasta las construcciones cúbicas de tiendas señeras como las de la Quinta Avenida.

La transparencia no solo es una cuestión de branding sino que se ha instalado en el discurso ético y político. La confianza ha muerto, viva la transparencia, podría ser el lema (uno de ellos) de nuestros tiempos. Y no está mal pedir transparencia a nuestros políticos (al menos en cuestiones referidas al gasto). Sin embargo la transparencia dista mucho de ser un ideal cuando tenemos en cuenta las teorías miméticas de René Girard. Un mundo en el que todo el mundo sabe lo que hacen los demás, en el que todo el mundo quiere ser algo o alguien distinto, publicar (entrando ya en la cuestión literaria) donde publica el otro, ganar el premio que gana el otro, vender tantos ejemplares como vende el otro. Quién no ha tenido esa sensación de ser incomprendido, de no ser suficientemente valorado… Nada nuevo bajo el sol. Algo que siempre ha ocurrido. Solo que antes no teníamos un medio para contrastar de manera instantánea nuestro éxito o fracaso con el de los demás. Hay algo positivo en el deseo de emulación, pero cuando este no puede satisfacerse, entonces hay dos opciones. O la resignación (en realidad no somos tan buenos como nos creemos, aceptemos nuestra mediocridad o nuestro público minoritario y escogido) o, más fácil, el resentimiento. Creo que esto (el resentimiemto) explicaría en buena medida la crítica derribista (de derribo) tan popular en los últimos años. No hacen falta ejemplos. Naturalmente esto que comento es extrapolable a cuestiones no literarias: políticas, económicas, etc. La crisis mimética (el deseo de apropiación del objeto de deseo del otro) genera violencia, explícita o implícita. Sloterdijk analiza en su ensayo la dimensión política en su aspecto del terrorismo yihadista. Convendría analizar el fenómeno de las series (vinculadas casi unánimemente a la distopía y la violencia) como un medio de catarsis, de chivo expiatorio social e incruento. El sistema parece proponer a través de ellas la cura a la enfermedad que él mismo genera.

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