Entre mis dos viajes a Budapest transcurrieron cinco estaciones, pero tuve la impresión de haberme ausentado durante solo un invierno, diría –sin mentir del todo– que con la intención de huir del peor frío, pues dejé la ciudad en la primera semana de diciembre, cuando las aguas del Danubio estaban a punto de congelarse, y regresé a mediados de marzo, mientras el río mudaba ya la piel, buscando la base de los puentes y las rocas de los muelles para deshacerse de las últimas escamas de hielo.
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Para mí, viajar tiene que ver con estar dispuesto a extraviarse, a renunciar a un plan, a no cerrar el círculo previsto y, a menudo, con hacer algo en lo que no pensabas al salir de casa. Y yo, que había llegado para visitar a una amiga, pasar unos pocos días en Budapest –sin billete de vuelta, eso sí, pero solo unos días– y reflexionar sobre una vaga idea para una historia –una novela, tal vez– que había tenido en Praga dos semanas antes, me encontré de repente sopesando la posibilidad de quedarme todo lo que fuera posible en la ciudad.
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La literatura de viajes que me interesa, insisto, o al menos la que pretendo escribir, no tiene que ver con la peripecia ni con el alarde enciclopédico, sino con el sentido de la experiencia, aunque a veces nos confunda nadar en ella, como en "una enorme corriente de agua fangosa". "Si me he puesto a filtrarla, es porque contiene reflejos, el mío entre ellos", escribió el poeta ruso. Y yo sigo aquí, en esta cocina que parece flotar en la noche húngara, con las manos y mis "nervios" sobre el teclado y un colador entre los dedos.
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A cinco minutos de ahí, en el exterior de la Casa del Terror de la calle Andrássy, encuentro una exhibición fotográfica y, de entre todas las imágenes, me fascina la mirada de grandeza y desafío que una mujer le lanza a sus carceleros. Se llamaba Katalin, no había cumplido los veinticinco años en 1956 y los soviéticos estaban a punto de fusilarla por defender la libertad de su país en las calles de Budapest. La Historia suelen escribirla los vencedores, o a veces solo quienes supieron ser más crueles o más cobardes en cada contienda, pero de vez en cuando una mirada regresa en silencio desde el pasado para recordarnos que todos podemos elegir también ser grandes y encarar el mundo por encima de nuestras miserias. Miro a los ojos a Katalin, quien apela a mi respeto desde su orilla del tiempo, y pienso en lo que repiten todavía demasiados "intelectuales": que la novela ha muerto y ya no tiene sentido contar historias. Pobres necios y cuánto parece costarles mirar y escuchar a los demás para darles voz.
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Aparte de las escenas que creo reconocer a partir de mis lecturas y de las que yo mismo busco o imagino para mi novela, la literatura está muy presente en esta ciudad. No me refiero solo al peso de la historia en sus calles o a esos libros que llevo meses leyendo y que resuenan en mí cuando las recorro, sino también al interés que demuestran la mayoría de los húngaros por los libros.
[La Línea del Horizonte Ediciones]