El latigazo feminista de Grace Paley

Escribir para imaginar lo real. Para imaginar al otro. Sus vidas silenciosas. Alegres o miserables. En proceso de demolición. Escribir no de uno, ni sobre uno, sino del mundo, escribir para explorarlo con curiosidad, para desmenuzarlo, desde la sencillez del lenguaje mismo, desde la espontaneidad y el desparpajo de un estilo aguerrido, sólido, inconformista, sin ataduras, un estilo responsable y mordaz que indaga la vida, esa lengua extranjera, ese extraño idioma incómodo donde tiembla la verdad.

Grace Paley (Nueva York, 1922 – Vermont, 2007) era puro compromiso cívico. Estuvo en la cárcel por oponerse a un desfile militar y dejó cientos de páginas memorables llenas de experiencias, resultado de una vida intensa hasta el último instante. Un latigazo feminista en la noche que resuena con intensidad. Cabellera épica, casi blanca, de ese color que adquiere la nieve cuando se pisa, no toleró ningún abuso, ningún dominio. “No habrá paz mientras una raza domine a otra, mientras un pueblo, una nación o un sexo menosprecien a otro”, escribe en 1982, en un artículo titulado Declaración de Unidad para las mujeres en sus protestas contra el Pentágono y que forma parte del libro La importancia de no entenderlo todo (Editorial Círculo de Tiza).

El poder, esa máquina siempre engrasada y dispuesta para picar carne humana, teme mucho al arte. “De lo que trata el arte es de iluminar lo que no se conoce, lo que está bajo la roca, lo que ha sido escondido”, decía Grace. El poder teme a personas que piensan y actúan como Grace, mujeres que persiguen una y otra vez la verdad. Mujeres que no están dispuestas a aceptar el horror, la injusticia, la intolerancia o la ceguera impune del poderoso, del hombre poderoso al que reprocha que haya inventado la guerra, que haya convertido por interés el mundo en un polvorín.

Estuvo seis días en la cárcel, en una prisión de 14 plantas ubicada en su propio barrio de Nueva York, Greenwich Village. Había participado en una sentada para impedir un desfile militar por la guerra de Vietnam. Allí, en aquel Centro de Detención de Mujeres que es hoy un jardín, leía los Cuentos de William Carlos Williams y escuchaba las voces de sus propios vecinos por la ventana. Grace Paley hubiera hecho cualquier cosa, cualquier acción no violenta, hubiera liderado cualquier desobediencia civil, para proteger la libertad (“No hay libertad sin justicia económica y sin justicia amorosa”). Se hubiera plantado, si hubiera hecho falta, delante de una línea de tanques con las bolsas de la compra en las manos, como aquella figura anónima de la plaza de Tiananmen.

Además de sus artículos y ensayos, escribió poesía y cuentos (Anagrama publicó el año pasado una colección de sus Cuentos Completos). “El destino de mi vida, que posponía hasta medianoche y adaptaba a los diferentes lugares y trabajos, era escribir”, aseguraba a mediados de los años 60. Como escritora, lo que le interesaba era la vida, el aspecto del mundo, los matices y los claroscuros del pozo de lo cotidiano. “El escritor no es más que alguien que cuestiona las cosas”. No se sentía cómoda con ese tipo de literatura centrada en el yo. “Cuando solo te interesas tú mismo, te vuelves aburrido. Cuando lo único que me interesa soy yo, me vuelvo una aburrida, una engreída. Cuando tengo interés en otra persona, en ti, me vuelvo interesante”.

La escritura de Grace Paley te arrastra. Te envuelve enseguida. Es una narrativa chejoviana, vertiginosa, de largo aliento. Una voz imprescindible de una época que escuece tanto como ésta.

 

Publicado en El Asombrario. Marzo de 2017.

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