Se despertó cansado y con dolor de cabeza. Con dolor de brazos. Con una insoportable pesadez de espalda. Eran las siete y diez de la mañana. Igual que todas las mañanas. Hacía años que no necesitaba ya el despertador. Su reloj interno le marcaba siempre la hora, mecánica, rutinariamente, incluso los días en los que no tenía que ir a trabajar. Buscó a tientas las zapatillas por la alfombra, para no despertar a su mujer, y salió sin hacer ruido de la habitación.
Mientras se duchaba, enjabonándose lentamente y recibiendo el agua tibia en la cara, pensó de nuevo en lo mismo. La cosa, ciertamente, estaba llegando a un punto extremo. Tenía cuarentaiséis años, una mujer y dos hijas que alimentar, y no podía soportar más su trabajo. Se sentía desmotivado y atrapado por la cadena voraz del consumo, por el sistema falso que, como a tantos otros, le quisieron vender: sé productivo, sé responsable, cásate, cómprate un piso, aparenta ser buen padre, buen marido, vive por encima de tus posibilidades, de tus necesidades, créatelas, hazte esclavo de ellas, aguanta, revienta, envejece, muérete... Llevaba casi veinte años trabajando en la misma fábrica, hipotecándose en ella, desgastándose por dentro y por fuera, y se sentía sin fuerzas para continuar haciendo lo mismo. Había tocado fondo.
Vicente Muñoz Álvarez,
de Mi vida en la penumbra
(Eclipsados, 2008)