LOS POEMAS DE HORACIO E. CLUCK: Prólogo.



HUMO

Y no podré irme jamás ni siquiera cuando las montañas nevadas hayan muerto 

JIDI MAJIA 

La belleza, cautiva, a las veces esquiva, maldita, maldecible en muchos casos, mas siempre inaudita, inasible, algo canalla en sus intrigas, aun besable. La belleza, o su reverso, la enfermedad y la muerte consiguiente, el dolor, el propio dolor de las palabras, esto es, un cuerpo y otros cuerpos. “Cherchez la femme”. Como en aquella película de adorable encanto, “L’Homme qui Aimait les Femmes”, en la que el protagonista de François Truffaut se extasiaba con las piernas de las parisinas (¡Dios, gran y nutricio burdel de la desmesura!). En definitiva, Luis Miguel Rabanal y la insidiosa búsqueda de una belleza, rea o confesa, pero qué gran belleza lograda en este poemario místico, bendito, sacrílego también, como debe ser el agua fuera de mayo. 

Y sin embargo cabe preguntarse qué es la belleza, qué es la muerte o su previa desmemoria y quién diantres es el tal Horacio Estanislao Cluck. A Horacio lo conocí hace años en la calle La Sal, en León, en un antro que frecuentaban los poetas vesánicos y las prostitutas de un lujo descosido. Cuarentón y por ello agraciado, tuvo a bien visitar en algunas ocasiones la casa de Rabanal para mostrarle algunos versos insípidos, pero no por ello demenciados. Al cabo, ha ido puliendo una técnica narrativa osada, algo blanda, pero propia de los joyeros, en la que casi todo es simetría, cuando no geometría, salvo el azar, bastante áspero, de los adioses consumados. Y es así este libro que se desdobla por sus cuadernas en una imagen especular, naciendo en el origen de la palabra poética o su necesidad, navegando por los cuerpos desnudos de tantas mujeres que se hicieron un cuerpo, breve remanso en puerto franco con un desvelo inaudito ante la falta de conmiseración que otorga la vida, la muy rastrera, la muy dañina, vuelta de nuevo a los cuerpos desnudos, y finalmente el viaje que nunca se hará, pues el viaje ya se ha singlado, ya se es hecho, ya se es viajado. Una cronología de la infamia del cuerpo y de la mística del amor. Y en ello estamos. 

La mística del amor es en Horacio un territorio que lleva por nombre el país de Olleir, en el Reino de León. Un territorio que abraza la infancia, la familia, la madre, el abuelo y la abuela, las casonas y los bosques de los fusilados, que transita la podredumbre de la posguerra y la malvasía de los primeros corazones arrancados a las muchachas bendecidas. Un país que no se revisita pero que se fecunda. El amor como quincallero del tiempo y como salvaguarda de los días. No es este Horacio un meapilas de lencería fina, es un apasionado de la ejecución persistente, un donjuanismo sin maldad, un quinqui con galones de sargento sarraceno. Para Horacio el amor es sal y viento y arena y toda la pureza perdida, toda la memoria encendida, o a su pesar entendida. 

Con todo y demás, Horacio E. Rabanal ha escrito uno de sus libros más bellos, sensatos, apetecibles y beatos (en el peor sentido del término); una delicada carta de amor y pizca de muerte; una visita a los jar- dines de invierno, tan copiosamente nevados y un largo beso de despedida amable, quizá un testamento apócrifo en el que no hay remisión, solo aulagas. Ciertamente habrá en ella algunos navajazos a la miserable historia de un yo plural y maltrecho, una caricia a tanta memoria desusada, pero prima ante todo el cariño, la dulzura y la delicia de haberse permitido, desde su origen, la palabra que todo lo bendice, que todo lo magnifica, lo acaece, lo sucede, lo miente. 

Y es la palabra, es su poder extraordinario, uno de los baluartes de este libro. La palabra hurta nuestra palabra; las palabras borran las huellas de un amor para soportarlo y engrandecerlo, la palabra, y digamos ya no más, el poema, es el antepecho de la ventana desde la que contemplamos nuestros conocidos cadáveres pasar con mucha pena, y con una aleve gloria. La palabra es una ósmosis inversa que resucita tantas desnudeces como bien sabe Horacio, tantas desnudeces que se apean de su osario antiguo, y nos brindan una mirada desecha, pero una mirada. 

Esa particular mirada confirma que Horacio es un sibarita del voyeurismo. Ya no es la ventana indiscreta aquello que facilita un sensacionalismo de la sangre, es una auténtica transposición de protagonistas donde el que mira es mirado y el que es contemplado deja, desgraciadamente, de ser mirado. Una multiplicidad de pronombres, una multiplicación del nosotros y del ellos y del otro y de la otra y la alteridad que se confunde y confunde, y confunde, y confunde. Nada más contemporáneo por ello que una teoría del caos del yo, del yo en todo caso caótico. Las bragas y las banderas se hacen con el mismo tejido, se dice. 

No quisiera pecar de entremetido, sí de cualquier otra cosa. Quiero mantener que este conjunto de poemas vuelve a ser, por fin, un Rabanal de ‘Cuaderno de junio’, una sensibilidad que, por absoluta, y por un tanto arrabalera en su punto justo, entiendo que llega a la santidad de los pecadores. Claro que hay alcohol, y tabaco antiguo y alocadas mujeres que se dejan, pero es una mujer, solo una, a la que se dedica el libro, aquella que en teoría velará el reino de los justos, injustamente, porque se murieron. Como dicen, todos los problemas se sustentan, salvo el amor. 

Pudiera pensarse que se trata de una larga carta de amor extensivo y sucesivo, sucedido; amor a una mujer, sí (“Estoy cansado, pero besaré tu rostro/cuando llores” abre el libro, para clausurarse con “me quedo con tu boca”), mas también amor a un tiempo ido, a la poesía en fuga, a la indeleble y a veces cruel infancia y, cómo no, a un territorio perdido, al exilio de los paisajes, los cuetos, las urces, las casonas de Riello. Una sentimentalidad, un aura de la memoria, tensa, a veces canalla, violenta aun, especialmente en la segunda parte de «Desnudos». 

Como es habitual en los libros de Luis Miguel Rabanal existe siempre un relato subrepticio, una narración poética, quebrada, fractal, cristalizada en la simetría ordenada del libro: «Los constructores de palabras» acude a los comienzos literarios y a los sinsabores de la infancia; «Desnudos» refiere los primeros cuerpos poseídos; «Imploró llamas y adivinos» los primeros conflictos en el lado muy aciago de la vida; la agonía de los cuerpos, de nuevo en el otro «Desnudos» y, finalmente, el viaje a ninguna parte en el último grupo de poemas, el que se hará hacia un futuro maldito y el que no se podrá realizar hacia un territorio definitivamente perdido, Omaña, Olleir (cual Ónphalos sentimental) y a una infancia clavada al olvido, o casi. 

El poema entonces, la palabra, su elegida belleza, como un viento adormecido, irá erosionando esos paisajes, y al tiempo que los redescubre, los llena de arena (“yo escribo desde otro mundo ajeno,/el de las figuraciones imposibles./Detrás de este reloj se esconde/también el frío”), esa enunciación que es el paladar de la memoria, pero también su falsario y corruptible veneno. La poesía es capaz de mecerse en un pasado casi siempre ambiguo, aunque sea embuste que recupere los bares, el humo, la ginebra y el sexo. Es una palabra testicular y generatriz, genesíaca, cuyo poder salvífico, y por ello maldito, sustituye al hecho, lo “amortaja”, por utilizar el término que emplea el poeta en uno de sus libros. 
Y aun con todo, qué magia acaece en esos versos tan minados por los arándanos y por las púas. Qué desmemoria absurda por necesaria y qué profundo es el arraigo del maldecir, del mal vivir, del mal tristecer sin mesura. Qué delicia poder volver a leer a Luis Miguel Rabanal para que este mundo, que se vuelve rastrero, sea acomodo del corazón y de sus pausas. 

Andrés González

Luis Miguel Rabanal
Los poemas de Horacio E. Cluck 
(Huerga & Fierro Editores, 2017)

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