Magia cruda. Una biografía de Sylvia Plath, de Paul Alexander


En uno de los cuartos del piso de arriba dos niños pequeños, una niña que todavía no llega a los tres años y un bebé de apenas diez meses, duermen tranquilamente en sus camas. En el piso de abajo, en una habitación reconvertida en un improvisado estudio, la única otra persona que hay en la casa, una mujer joven, se inclina sobre su escritorio. Su cuerpo es delgado y su piel pálida y blanquecina. Lleva meses perdiendo peso de manera constante. Su pelo, largo y castaño, le cuelga por los hombros con desaliño. Se sienta absorta en su tarea en el borde de la silla, mientras examina una serie de documentos diseminados por la mesa. De vez en cuando se queda ensimismada mirando por la ventana. No quiere perderse el paisaje iluminado por las luces justo antes del amanecer: la luna nítida, los árboles desnudos y las figuras difusas de las lápidas que se alzan en el cementerio que hay justo entre la casa y una pequeña iglesia de piedra del siglo XII. No suele hacer este esfuerzo a menudo. Sin embargo, puesto que ha de continuar con su trabajo, ha decidido levantarse a las cuatro de la mañana. No es algo nuevo. Lleva haciéndolo varias semanas porque en el momento en que los niños se despiertan, sobre las ocho, tiene que parar de escribir y dedicarles atención plena; tanto a ellos, como a las decenas de tareas propias del cuidado de la casa.

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Una década después de la aparición de The Feminine Mystique, se había formado un movimiento socio-político de dimensiones desconocidas hasta la fecha en torno a las problemáticas de las mujeres. En abril de 1971, cuando La campana de cristal aterrizó en las librerías americanas, muchas mujeres se sintieron identificadas con la desesperación de su protagonista, Esther Greenwood, indignada con la sociedad hipócrita en la que vive. Respondieron al sufrimiento y muerte de Sylvia Plath, acusando a la estructura patriarcal de poder en la sociedad. A principios de los años setenta, prácticamente todo lo escrito por o sobre Sylvia –sus cuatro poemarios, La campana de cristal, The Savage God y varias memorias–, sugerían que la última crisis que padeció y desembocó en su suicidio, se debió a la desilusión provocada al comprobar que lo que la sociedad le había prometido y lo que realmente acabó obteniendo en su vida eran dos cosas muy distintas. Se había graduado con honores en la Smith, había obtenido una beca Fulbright para Cambridge, había afianzado con enorme determinación los cimientos de una sólida carrera literaria y, a la vez, había cumplido la exigencia de casarse y formar una familia. ¿En qué había desembocado todo eso? En un marido que la abandonaba por otra mujer, en un frío apartamento londinense, con dos niños pequeños y sin posibilidad de ganarse la vida.     


[Barlin Libros. Traducción de Alberto Haller y Sonia Bolinches]

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