La Escena, de Clarence Cooper Jr.


Aquella noche, por primera vez, Rudy Black era dolorosamente consciente de la calle. Sus ritmos extraños, dislocados, cantaban a través del frío aire nocturno; lo envolvían desde el clac contra el asfalto de sus caros zapatos hasta el halo resplandeciente en torno al cabello en ondas de su cabeza.
Todos los elementos de la Escena –las luces, las putas, los clientes en sus coches, el alboroto del jazz de la tienda de discos en la esquina de la Setenta y siete con Maple– repelían a Rudy, el chulo y camello, hacían que se sintiera ajeno, falto de sueño firme y propósito, aunque no conocía otro ambiente que ese.
El tacto de la Escena era como de carne muerta. Recordaba haber tocado a una persona muerta, una anciana. Había muerto sola en el piso de arriba de donde él vivía con sus padres. Un día su madre subió a averiguar por qué la señora ya no pasaba a saludar, por qué ya nunca cacareaba un "buenas tardes" al volver del mercadillo. Su madre encontró a la anciana muerta en el baño, horriblemente hinchada.

**

Volvía a aquel baño, un poco más grande que un armario, con un váter cuya cadena funcionaba a veces y un lavamanos de porcelana desportillado y agrietado que le goteó en los zapatos y se los empapó. Pero le daba igual. Ahora ponerse droga era lo más importante del mundo; era el mundo. Para él, llenar la cuchara, quemarse los dedos, absorber la mezcla con el cuentagotas, tenía más significado que cualquier otra cosa, incluso que la vida. Sin droga no podía vivir. Sin droga no quería vivir.

**

-¿No es hora ya de salir de ronda?
-No, todavía tengo que decirte algo. No me gustas, Patterson.
-Me alegra decirle que a mí me ocurre lo mismo con usted, señor.
-Pero eso no es todo –dijo Davis, la furia crecía en su interior–. Si no creyera que tienes madera para ser un buen policía de estupefacientes, hace tiempo que te habría destruido. Me alegro de haber esperado. Me alegro de haber descubierto de qué pasta estás hecho. Eres un cabrón y un listillo, y nada de lo que veo en ti me gusta, ni tus trajes elegantes de profesional acreditado ni tu pelo al rape de negro. Eres demasiado correcto. Así que, hermano, toma tu condenado traslado y métetelo por donde te quepa mejor, ¡pero mientras estés conmigo te voy a hacer sudar la gota gorda!
-Lleva casi un mes haciéndome sombra –dijo Patterson–. ¡El traslado no puede alegrarle ni una décima parte de lo que me alegra a mí!
-¡Feliz Navidad! –dijo Davis poniéndose rojo.
-¡De acuerdo! –respondió Patterson.
-Ahora que nos hemos entendido –dijo Davis–, ¡vámonos de paseo de una puñetera vez!


[Sajalín Editores. Traducción de Guido Sender]

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