Una y otra vez, en la América de hoy, las creencias de los fundamentalistas cristianos, que no sólo son bíblicas sino también apocalípticas, con sus visiones sobre la proximidad del Fin de los Tiempos y el Segundo Advenimiento de Cristo, constituyen un componente cada vez mayor del carácter norteamericano. Su visión fundamentalista, que en la actualidad representa a un sector muy amplio del pueblo estadounidense, el formado por aquellos que no han sido absorbidos por ninguna otra ortodoxia, que viven en los estados del interior y no son ni los consumidores, ni los ciudadanos sobre los que los medios de comunicación ejercen su dominio y sobre quienes a los creadores de opinión de Nueva York, Los Ángeles, Washington y San Francisco les gusta pensar, está retrocediendo hasta ese conflicto inherente del que hablaba antes entre la institución de la esclavitud y las promesas escritas en la Declaración de Independencia y la Constitución, entre la Plantación y la Nueva Jerusalén.
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Así, la diferenciación racial se situó en el centro mismo del imaginario norteamericano desde el principio. Y ahí sigue, ocupando ese lugar central. Nuestras guerras más terribles se han librado por su causa. Casi todas las campañas políticas la abordan, incluso en la actualidad. Esa diferenciación racial modela nuestra vida económica y determina nuestra visión del resto del mundo: el trato que dimos a los habitantes del Sudeste asiático entre finales de la década de 1960 y principios de la de 1970; cómo nos relacionamos con el mundo árabe; cómo tratamos a los africanos. En cierto sentido fundamental, todo se reduce a la raza.
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Quizá constituya la norma y sea el modelo americano, tal como se ha mantenido durante casi dos siglos, el que suponga la excepción y esto debe de ser así porque, cuando la gente viene a Estados Unidos, lo hace a un lugar donde el mito de empezar de nuevo resulta tan poderoso que, paradójicamente, se ha convertido en la esencia misma de lo que significa ser estadounidense. Durante gran parte de nuestra historia ése ha sido nuestro atractivo. Aquí uno no venía sólo a ganar dinero para enviarlo a casa hasta que llegara el momento de regresar. América no era sólo un puesto de trabajo, sino un lugar en el que volver a empezar, y ello nos conduce a la versión primigenia del Sueño Americano que intentábamos describir.
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Porque si hay que empezar de nuevo, antes se debe matar el pasado. Y a los americanos se les da muy bien eso de matar el pasado.
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América siempre ha sido terreno abonado para charlatanes y vendedores.
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Las dos primeras justificaciones de la presencia europea en Norteamérica fueron el materialismo y el idealismo. Y el matrimonio entre capitalismo y democracia es un modo de unir esos dos impulsos en conflicto e ignorar sus contradicciones inherentes.
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La política exterior de Estados Unidos, a pesar de la retórica, se ha movido históricamente por la economía. Así ha sido siempre. Como somos un pueblo tan nacionalista, nos sentimos libres de considerar nuestras relaciones con otros países en términos de pragmatismo y conveniencia. Como contamos con una jerarquía de valores basada en prioridades nacionalistas, creemos que nuestros valores y necesidades son más importantes que los de los demás países. El nacionalismo otorga ese derecho. El nacionalismo alimenta el excepcionalismo. Por ello, lo que pase en Europa o en cualquier otro país del mundo no es tan importante como lo que nos pase a nosotros. Y cuando decimos que estamos exportando la democracia y que lo hacemos para salvar el mundo, suena muy bonito. Probablemente sea el único modo de convencer al pueblo americano de que vaya a la guerra, de que se sacrifique. Pero, en realidad, vamos a la guerra según sea la percepción de nuestras necesidades económicas.
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La presidencia de Estados Unidos es una institución muy peculiar. No es una persona sino un personaje, esto es, un "papel" representado o encarnado por una persona. Y nuestro presidente –en ciertos aspectos más aun que un monarca– representa personalmente el imaginario y los mitos de quienes lo han elegido. Nosotros elegimos presidentes, pero no basándonos en su experiencia, ni siquiera en sus opiniones políticas. Los elegimos según conecten mejor o peor con nuestras creencias básicas, según expresen en mayor o menor medida nuestros más profundos mitos nacionales.
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El gran dictador se convirtió en un clásico, pero nunca gozó del éxito popular. […] Realizar ese largometraje constituyó un acto de valentía, en especial porque no se trató de una decisión motivada por la opinión popular. Recurrir al medio más popular sin contar con el respaldo de la audiencia es siempre valiente y difícil, y suele implicar la destrucción de muchas carreras. Charles Chaplin no tardó en abandonar el país. En cierto sentido, lo echaron. Pero su película supone más la excepción que la regla.
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El verdadero norteamericano es un cínico, un acaparador materialista, un buscador de oro, que sin embargo tiene la sensación de estar llevando a cabo una misión idealista, incluso religiosa. Cuando uno cuenta una mentira tan grande y la llama sueño, acaba por cometer actos de violencia. Forma parte de la naturaleza de la psicología humana. Y si forma parte de nuestra mitología en tanto que pueblo, entonces, en tanto que pueblo, actuaremos de manera violenta. Eso es, exactamente, lo que hemos hecho a lo largo de la historia desde el siglo XVI, a parir del momento en que los europeos llegaron a las costas de Florida, Virginia y Nueva Inglaterra.
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Lo que veremos durante los próximos cinco o diez años es un regreso al aislacionismo del pasado, tanto con buenas razones como sin ellas. […] Creo, no obstante, que a pesar de todo estamos regresando al aislacionismo y que eso será negativo para nosotros, tanto cultural como económicamente. Aunque, al menos, mataremos menos gente.
[Bruguera. Traducción de Juanjo Estrella]