El ruido de las llaves, de Philippe Claudel

 

Durante unos años, más o menos en la treintena, Philippe Claudel fue profesor en una prisión preventiva. Allí impartió talleres a los reclusos. Todo ese tiempo le ayudó a hacerse una idea de lo que la cárcel significa tanto para los presos como para los vigilantes. Al terminar, escribió este libro de párrafos sueltos y cortos que funcionan como vistazos o escenas de aquello que vio y escuchó, aunque él mismo se reprocha al final que jamás durmió entre sus barrotes: “En realidad, no sé si se puede hablar de la cárcel si nunca se ha dormido en ella”. Su testimonio, construido mediante estas pequeñas píldoras, es ejemplar. Ahí van unas muestras:   

La cárcel tenía un olor, compuesto por una mezcla de sudores cocinados a fuego lento, por el aliento de cientos de hombres, hacinados, que solo tenían derecho a ducharse una o dos veces por semana. También olía a comida, en la que dominaba el ajo, el tocino frito y la col. Comida fría que llegaba hasta las celdas en carritos de aluminio empujados por reclusos apodados las fiambreras.

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Aquel joven estudiante que había matado a martillazos a su madre, que era maestra, antes de intentar comer su cerebro con la ayuda de una cucharilla de postre, y que solo estuvo encarcelado dos semanas, aullando y vomitando sin parar en su celda. Fue trasladado a un hospital psiquiátrico.
A menudo la cárcel es un punto de inflexión en el destino, una encrucijada decisiva.

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La prisión se parecía a una fábrica. Una gran fábrica que no fabricaba nada, solo tiempo consumido, triturado, aniquilado, vidas reprimidas y movimientos limitados. Los reclusos parecían extraños obreros, sin máquinas, sin macutos, pero que obedecían horarios, directrices, consignas. A veces, los guardias actuaban como capataces.

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Hay muchas mentiras en la cárcel, pero son menos graves que en otra parte porque son necesarias. Se miente para existir un poco más, y se miente para continuar soportándose. Los verdaderos crímenes se vuelven pesadillas, y entonces todo parece una historia inventada. A este precio sí que se puede sobrevivir. Para soportar la prisión, es necesario convertirse en otra persona.

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Había muchos funcionarios de prisiones, mujeres y hombres, que se quejaban de estar enfermos, de no poder más, de estar deprimidos, “en el fondo del pozo”, que querían parar, que se volvían locos, que salían de una baja para volver a cogerla, que tenían los ojos rojos o vacíos, los rostros deteriorados, perdidos, agotados, en los que las vueltas de la llave de las cerraduras tenían el peso de la pena de muerte.



[Bunker Books. Traducción de Mercedes Pacheco]

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