Combatí en una guerra, hace décadas en un archipiélago, y combatí en el cuadrilátero, hace años en las noches de la ciudad. Fracasé en las islas y en el ring. Me fui del país, buscando alejarme de todo, de la oscuridad, del pasado, de la claustrofobia, necesitaba respirar. Veía cosas que me hacían mal, escuchaba voces, me estaba perdiendo, extraviando en mi cabeza.
Huí hasta llegar a los bosques de Yukón. Me recibieron en un campamento de leñadores. Hombres grandes, barbudos, cuya lengua tosca gravitaba entre el inglés y el francés. Usaban herramientas tradicionales para talar pinos. Eran hombres rudos.
Los leñadores me otorgaron un hacha, filo de acero. El cabo era de olmo liso, la madera oscurecida por años de uso. Pesaba más de lo que aparentaba.
Aprendí cosas.
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Lesiones. Las enfermedades, heridas e infecciones abundan en el campamento. Los médicos no frecuentan el Yukón por lo aislado, la escasa población y la falta de recursos económicos. La vida del leñador es una existencia cimentada en la pobreza: se trabaja, se come, se bebe, hay refugio, pero nadie puede ahorrar. Se sobrevive. […]
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Me enseñaron a leer los anillos de los tocones. Busqué un árbol recién talado y lo primero que hice fue estudiar el corte hasta hallar el círculo que se formó cuando llegué al campamento. Apoyé la uña en la línea y me quedé así por varios minutos, sentado enfrente del tocón, señalando mi llegada.
Ese anillo era el límite. Lo que yacía de ahí hacia el centro registraba otra vida, la que intento abandonar, es madera oscura, colonizada por memorias inciertas y una identidad frágil. Trazo una línea con el dedo hacia la orilla, hacia la corteza, hacia el presente. Comprendo que no hay regreso. Eso me calma, la idea de abandonar los anillos oscuros.
Un grupo de leñadores pasa caminando rumbo a la próxima faena, no me miran, siguen caminando, me pasan de largo. Eso está bien, el no ser visto, ser parte del paisaje, ser el bosque.
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Dieta. Desde que dejé el campamento y partí rumbo al norte, he tenido que recurrir a una variedad de métodos para alimentarme debidamente, dado que ya no cuento con la comida preparada por los leñadores. Quizás la fuente más confiable de alimento es el riachuelo. Afortunadamente es la época en que los salmones nadan río arriba con el fin de desovar. […] Humedales como pantanos y ciénagas no son una buena fuente de agua potable, dado que consisten en agua estancada o semi-estancada; condiciones que favorecen el crecimiento de bacterias, parásitos, virus, organismos y patógenos que pueden producir malestar y resultar en enfermedades como malaria, giardiasis o cólera.
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Cuando camino por el bosque a veces me olvido de mí mismo. Como si mi cuerpo se desplazara mientras mi mente de distribuye por el territorio. No es que no preste atención a lo que hago, quizá todo lo contrario, es como si estuviera más presente que antes, solamente que ahora mi estado no se distingue de las cosas en mi entorno.
Cada lugar en el que estoy se ve configurado según mi presencia, así como a su vez el lugar me modifica, me transforma. Me desplazo y cambio, y el bosque cambia porque yo he estado en él y yo me transfiguro porque el bosque ha estado en mí.
Al estar en el territorio, al avanzar en él, siento que me disuelvo, que me agrando, que soy una brisa en el paisaje, y que soy el paisaje. Es una sensación que me da tranquilidad, como si mi entorno también la sintiera, no por mí, sino por el ser de las cosas.
[Errata Naturae]