Trabajo sucio, de Larry Brown


Trabajo sucio es el primer libro publicado por una nueva editorial, Dirty Works, que adapta el título original de esta novela del narrador norteamericano Larry Brown: Dirty Work. El siguiente título será Maldito desde la cuna, del hijo de William S. Burroughs, lo cual nos permitirá conocer por fin, en España, su narrativa.

A Larry Brown, autor de cierto culto en Estados Unidos, y uno de los ejes de la literatura sureña contemporánea, nos lo descubrieron Pepo Paz y Luis Ingelmo cuando el primero publicó la traducción del segundo en Bartleby Editores: Amor malo y feroz, un compendio de sórdidos y brutales relatos que nos volvieron ávidos de más obras de este autor. Hemos tenido que esperar años, pero ahora Javier Lucini, en labores de traductor y editor (junto a Nacho Reig y Rosa van Wyk), nos trae la primera novela de Brown, que alguien ha definido como un cruce entre Alguien voló sobre el nido del cuco y Johnny cogió su fusil. Y Brown no oculta sus fuentes: los dos títulos (ambos adaptados al cine) se mencionan en Trabajo sucio.

Larry Brown nos cuenta una historia bastante dura, como esos tragos de whisky a palo seco que sólo algunos somos capaces de tolerar. En un hospital coinciden dos veteranos de la guerra de Vietnam: Walter, un hombre blanco con la cara totalmente desfigurada y repleta de cicatrices, y Braiden, un hombre negro al que le amputaron hace años los brazos y las piernas. Larry Brown sabía algo que quienes hemos sido ingresados alguna vez en un hospital sabemos: que el tipo de la cama de al lado se convierte en tu confidente y que ambos os contáis cosas que no le contaríais a otro; que el paciente junto al que sufres será como un hermano… pero sólo durante el tiempo de ingreso hospitalario, porque, en cuanto a uno de ellos se le da el alta, y aunque prometan verse y llamarse, es muy posible que jamás vuelvan a contactar. Y de eso, en parte, va Dirty Work: de cómo confías en el enfermo de la cama vecina, igual que los soldados confían en el tío que lucha junto a ellos.

Walter y Braiden se cuentan sus vidas. Y así sabemos qué clase de infancia cabrona tuvieron ambos, qué circunstancias los llevaron a carecer de rostro o de extremidades, qué tumbos dieron en la vida para acabar en ese puto hospital. Habla Walter:

Conozco a gente que dice: Bueno, yo no viviría de la beneficencia ni aceptaría bonos de comida ni limosnas, tengo demasiado orgullo. Eso está muy bien. Está muy bien tener orgullo. Lo que pasa es que el orgullo no se come. Pero en cambio sí puedes comer huevos, harina, arroz, queso, mantequilla y leche en polvo, y tus hijos pueden comer cereales y beber leche de fórmula y zumos de frutas y vivir sin orgullo. El orgullo le importa una mierda a un niño hambriento que quiere algo de comer, y si un hombre dice que no aceptará comida de la beneficencia cuando sus hijos no tienen nada que llevarse a la boca, si dice eso, es que está mintiendo como un bellaco, y no tendré el menor problema en decírselo a la cara. Lo sé. Mi madre se tragó su orgullo y cada semana acudió a por esas cosas.

Pero también Walter habla de lo que significa, en la actualidad, sufrir continuos desvanecimientos (como River Phoenix en Mi Idaho privado) y tener una cara sin identidad:

Ellos no sabían cómo me sentía. La gente no puede decirte que sabe cómo te sientes. Lleva una cara como la mía por ahí durante un tiempo. Mira cómo la gente se encoge al mirarte. Entonces dime que sabes cómo me siento. Ponte a ver Easy Rider y despiértate con nieve en la pantalla. Entonces ve y dime que sabes cómo me siento.
[…]
Miré a Braiden. Dios, sus brazos. Sus piernas. Y veintidós años en esa cama. Llueve mierda y a veces te cae encima. O le cae al tío que tienes al lado. Con un poco de suerte al tío de al lado.

Con las frases previas podríamos definir también la novela, y en general la narrativa de Brown: a menudo cae mierda y siempre les toca a sus personajes. Dice Braiden:

Algún hijo de puta me disparó y yo estaba detrás de un árbol. Nunca entendí, y aún sigo sin entenderlo, cómo lo hizo. Aunque no fue una herida grave. Por entonces tenía un buen juego de piernas. Me dio justo aquí, unos quince centímetros por encima de la rodilla, y me salió por detrás. No fue más que un rifle de pequeño calibre. Pero fue en la parte externa de la pierna, ya sabes, aquí en este músculo tan grueso. No dio en ningún hueso ni nada, simplemente lo atravesó. Dejó un pequeño agujero del tamaño de tu dedo meñique. En realidad ni siquiera sangró mucho. Aunque este otro. Tío, este fue como si fuese a morir desangrado. A morirme del shock. Cuando uno pierde tantísima sangre todo tu sistema se bloquea. Como dijiste hace un rato. Si no hubiesen tenido sangre en el helicóptero que vino a recogerme, ahí habría terminado todo para mí. Y habría sido muchísimo más fácil para todos si hubiese sido así. Para mi madre fue muy duro. ¿Sabes?, no le contario que había perdido los brazos y las piernas. Solo le dijeron que había sufrido muchos daños. Y tuvieron que amputarme todas las extremidades en cuanto lograron restablecerme la presión sanguínea. Joder, no pudieron hacer más. Tenía dos arterias completamente abiertas. Y, ¿sabes?, todo lo demás no había manera de salvarlo. Ni siquiera pudieron determinar con exactitud las veces que me habían disparado. Estimaron que me alcanzaron unas veinte balas.

Una novela de Larry Brown también sirvió de base para la película Joe, de David Gordon Green. Quien la haya visto, sabrá cómo se las gasta el autor. Pocas concesiones. Personajes llenos de fracturas (físicas y emocionales). Gente al borde del abismo. Y esperamos que, en Dirty Works, nos traigan más libros de Brown (1951 – 2004).


[Dirty Works. Traducción de Javier Lucini]

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