Deslumbrante novela que, durante un tiempo, tuvo cierto culto en las redes sociales y luego cayó en el olvido, quizá porque está descatalogada y es difícil de encontrar; yo la pillé hace tiempo en una librería de saldo por casi 6 euros.
Y amanece la muerte nos presenta a un matrimonio maduro, Joseph y Celice, dos doctores en zoología que una tarde, por nostalgia, acuden a una playa que les trae buenos recuerdos, y en esa playa donde no hay nadie son asesinados por un hombre. Y sus cadáveres, que tardarán en encontrar, quedan unidos y a la intemperie, sometidos al picoteo de las gaviotas, los cangrejos, los insectos y demás gourmets de la carne muerta al sol. No es un spoiler porque los asesinan ya en la primera página. A partir de entonces el hábil narrador que es Jim Crace nos va relatando, con saltos en el tiempo, lo que les ocurre a sus cadáveres, que se van descomponiendo y son mordidos por animales, pero también cuáles fueron los hechos que aquel día los llevaron hasta la playa, y también nos habla de su pasado, de cómo la pareja fue deteriorándose, de cómo las circunstancias, el paso de los años y las malas elecciones los han llevado a un callejón sin salida, en el que Celice ya casi no soporta a Joseph.
Es una novela áspera. Nos habla de una pareja en ruinas desde varios niveles y desde distintas perspectivas: su crisis como matrimonio, su muerte y su putrefacción, su reposo en las dunas, más allá de la vida, su amor lleno de escollos. La narración deja a los lectores un poco rotos porque Crace nos sitúa ante la muerte sin aderezos: la carne se muere, es devorada, se corrompe y no hay más. Al menos en esta vida. La última frase del libro es: Así son los días, infinitamente finitos, tras la muerte. Aquí van unos extractos:
Sus cuerpos habían expirado, pero cualquiera podría darse cuenta –a simple vista– de que Joseph y Celice seguían queriéndose. Porque mientras su mano la tocaba, adaptada a la forma de su piel, la pareja parecía haber logrado esa paz que niega el mundo, un período de gracia que desafiaba incluso al asesinato. Cualquiera que los encontrara allí, desfigurados con tanta maldad, vería por fuerza que algo de su amor había sobrevivido a la muerte celular. Los cadáveres permanecían a merced de la intemperie y de la tierra, pero seguían siendo marido y mujer, descansando en silencio; la piel sobre la piel. Aunque muertos, no ausentes todavía.
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Él y su esposa estaban empapados, eran dos cámaras inundadas, dos odres. Nada de este mundo les importaba ya. Nunca más ansiarían cantar una canción o fumar un cigarrillo, o hacer el amor de nuevo. Por lo menos, habían coincidido en la muerte. No puede haber mayor soledad que sobrevivir a la persona que se ha acostumbrado uno a querer. Para ellos, la comedia del matrimonio no se convertiría en la tragedia de la muerte. Uno de ellos no tendría que habituarse a la ausencia del otro ni a una nueva pareja. Ninguno de los dos se vería obligado a cambiar de costumbres.
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Estaban ya demasiado podridos y su olor era demasiado fétido para atraer a las gaviotas o a los cangrejos. Se habían visto degradados, a través de clases, órdenes y especies, al último lugar, a la multitud lumpen: larvas, gusanos y mirápodos, verminos, tubulares y helminos, bon viveur o bicho del néctar, todos ellos insectos con exceso de patas o ausencia de ellas.
Las larvas de la mosca de festón habían empezado a eclosionar al cuarto día, estimuladas por el calor pútrido de las tripas de Joseph y Celice. Llevaban tiempo muertos ¡y seguían produciendo energía!
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La muerte nos engorda para alimentarse de nosotros. Los gusanos son los juglares del festín.
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Quizá por eso los hombres que conocía eran más estables que las mujeres: aceptaban la extraña realidad de la vida y la muerte, que la una es pasajera y la otra definitiva. Vivimos, morimos, no es necesario entender nada. No hay fantasmas que enterrar, sólo cenizas y recuerdos.
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Nadie trasciende. No hay futuro ni pasado. No hay otro remedio para la muerte –ni el nacimiento– que aferrarse al espacio comprendido entre ambos momentos. Vive a lo ancho, a lo alto, con estruendo.
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La tierra es experta en dar sepultura. Reúne, abraza y acoge a los muertos. Pasado el tiempo, Joseph y Celice se habrían transformado en paisaje. Sus cadáveres habrían sido un objeto muerto más en un paisaje tallado en la muerte. No se transformarían en nada especial. Las gaviotas mueren. También las moscas y los cangrejos. Igual que las focas. Incluso las estrellas deben descomponerse, deteriorarse y abrasarse en el cielo. Todo ha nacido para irse. El universo ha aprendido a sobrellevar la muerte.
[Ediciones B. Traducción de Carmen Francí]