Rocinante protestó atado a la oliva apartando buenos manojos de tierra con las patas pero en nada quedó tranquilo, en cuanto notó fresco, y se sentó. El sol escocía como sal en una herida haciendo brillar los cantos del campo, y las amapolas y las copas se mecían llevadas por la brisa con un siseo constante que invitaba a siesta. Alonso buscó sombra y dejó caer la osamenta como un saco a pie del árbol. Sancho se llegó a su lado con dos pedazos de queso y sendas hogazas de pan.
-Debiera usté comer algo, está hoy desmejorado en demasía mi señor, bien pudiera desmayárseme así de pronto y darme buen susto y ya buen trecho llevamos para quedarnos tendidos acá tan cerca de hospedaje.
-Harto me hayo de imaginarios quesos, Sancho, y tampoco ando tan preso de hambres como para otra abstracción. Tan sólo quiero algo de sombra fría y silencio, pues has de saber que es el caballero criatura que entre gesta y gesta necesita más de quietud que de alimento.
Rascose Sancho la testa, mordió queso y pan y dejó ir sonora ventosidad. Miró a la aldea poniéndose la mano desta forma sobre los ojos, al final de la explanada veíanse hombres y mujeres llenando calles de alborozo. Fiesta buena parecía aquella y apetecible para cansadas criaturas que viniesen de desfacer entuertos y restituir honores, caballeros fueren o no fueren.
-Si sé yo bien que no existimos ni el señor ni yo mas que en pluma del que escribe, pero en esas digo que esa buena aldea de allá ha de ser la de Montiel y esa su fiesta. Y si el señor no tiene inconveniente pueda yo acercarme en el borrico y traerme algunas viandas, estas más sabrosas que inventadas y mejores para estas nuesas tripas.
Alonso se descubrió dejando caer la vacía entre las raíces del olivo, se adecentó las cuatro canas cenicientas que pegadas al sudor del cráneo hacían las veces de melena. Lo miró hastiado, gordo aquél como un odre y basto como un arado, mas mirolo con amor y cierta ternura.
-Ay, mi buen Sancho, tan ficticio como eres y tan telúrico en las actitudes. Lo mesmo te diera que fuésemos o que no con tal de tragarte un venado y bañarlo de vinos. Haz lo que vieres, mas mira bien que aquello no es aldea sino pueblo, y que no es tierra de ahoras sino de otros tiempos más allá en que tú y yo no semos ni aún siendo escritos ni reales, acaso remembrados. Ve esos hilares negros que cruzan la campiña de lado al lado horadando la tierra, son hilos de teléfono, alma de cántaro, que no hayas visto tú en tu vida ni mentar, y desos carruajes que campan sonoros sin que medie jamelgo alguno no pudiere decirse que es obra de diablo sino de hombre avespado desos que nuestra iglesia dispone en buena lumbre como de galianos. Haz lo que vieres, digo, y llégate tan presto como te sea menester, mas no te sorprenda que no vean esas gentes de ti más que el aire mejor del que estás hecho...
Rascose Sancho la testa, mordió queso y pan y dejó ir sonora ventosidad. Volvió a mirar al pueblo con pesar notorio y agachó la cabeza mascullando. Al tornarse a mirar vio una muchacha que destacaba especial entre el barullo.
-Más pena me da que no vieren al señor que a mí, que no gozo con mostrarme y nada hice para que mirárseme alma alguna mereciera. Por la señora Dulcinea que allá campa júrole a usté que bien cambiara yo estos quesos, que aunque falaces a gloria saben, por que a su merced miraran todos en justo reconocimiento, que de muchos gigantes del tal tunante Frestón buena cuenta diera mi señor Don Quijote sólo para a mi señora llegarse venturoso y a sus pies darse.
-No responde aquesta dama ni por Dulcinea ni por Aldonza, mi buen Sancho, que de bellísima y honrada Dolores trátase, y por llegarse hasta ella con gigantes no ha habido de bregar el que te habla ni un sólo párrafo, sino molinos como torres el que agora nos inventa y narra, que bien sabe Dios que más horrendos que gigantes resultan los molinos por dolorosos, inamovibles y reales. Y sin embargo mira, Sancho, ese racimo de guijarros blancos que preña la tierra y refulge glorioso al sol desde acá nuestra oliva a la fermosa Dolores de Montiel, no es sino vencida ruina de molino, que ahora sirve de camino o alfombra que a sus pies conduzca.
Rascose Sancho la testa, mordió queso y pan y dejó ir sonora ventosidad. Que el diablo le llevara si su amo no lucía más existente y caballero que nunca bajo aquel olivo, vestido con cuatro latas mal dispuestas, por yelmo una vacía de barbero y por espada un billete sólo de ida en el talgo que lleva de Barcelona a Montiel.