Albert Camus: La caída.
Alianza editorial. Traducción de Manuel de Lope.
Descubrí a Camus en la escuela secundaria, cuando yo todavía iba por ciencias. Había elegido Ética como asignatura optativa. Éramos siete u ocho estudiantes frente a los casi doscientos que tomaban Religión. La impartía un profesor nuevo, Félix Carrasco Gamo, recién salido de la facultad. A mis ojos, alguien de veinticinco era adulto en toda regla: sabía y tenía que haberlo leído ya todo. Claro. Por supuesto.
Hubo un antes y un después en mi relación con el mundo tras ese curso académico. Leímos a Camus, a Hesse, a Platón, a Aristóteles, a Voltaire, a Kant. Junto con Arte y Filosofía, fue de lo poco que el paso por el instituto dejó en mí. Si este profesor siguiera vivo (asumo que sí) me gustaría agradecerle su impulso.
«Caballero, ¿puedo proponerle mis servicios sin correr el riesgo de parecer inoportuno?». Así comienza el monodiálogo de La caída (1956), empapado de la llovizna de Ámsterdam y de las brumas del Zuiderzee, un escenario —parecido a la confesión del protagonista— color «agua de fregar».
Jean-Baptiste Clamence (abogado, francés, narcisista y lúcido), se desenmascara ante un desconocido compatriota, narrando su paulatino paso de individuo aparentemente excepcional a individuo aparentemente despreciable. Una revelación-trampa, un retrato-espejo que aspira, como toda persona inteligente, al poder sobre su oyente. «¿Qué importa la humillación del propio espíritu si por ahí se llega a dominar a todo el mundo? Cuanto más me acuso, más derecho tengo a juzgarle», asegura Clamence.
Las grandes obras trascienden el placer literario. Camus retrata en pocas páginas al género humano. Antes de morir todas las vidas se parecen. Los que se libran de caer son pocos. La mayoría lo hace a escondidas. «Una segunda oportunidad. ¡Qué imprudencia! Es demasiado tarde. Mientras uno está con vida, únicamente se tiene derecho al escepticismo».