Talento para perder (2)
El Boca que me tocó querer en mi infancia fue el de la nefasta década de los ochenta. El de los cuatro entrenadores en una temporada. El de la depresión post-Maradona, que jamás pudo evitar destruir lo que él mismo había creado. El Boca de la sequía de los siete años: la mitad de la vida que pasé en Buenos Aires. Yo veía ganar a River y me preguntaba dónde andaría perdido aquel equipo que, según narraban mis mayores, había ganado la Libertadores y la Intercontinental el mismo año en que yo había nacido. Escuchando las hazañas pretéritas de mi equipo, me sentía como si hubiera llegado tarde a una fiesta a la que todo el mundo decía haber asistido. Sin embargo no lamento haberme educado en aquel Boca decadente. Sus derrotas fueron otra escuela. Desde esta perspectiva, nada más natural que haber sido trasplantado a Granada (sede de un club del que soy socio sufridor y que cada temporada lucha con dignidad por mantenerse en Primera), en vez de a ciudades obsesivamente triunfales como Madrid o Barcelona. Por eso mismo procuro tomarme con filosofía la crisis que Boca viene atravesando, antes y después del triste regreso de Bianchi. Quien ahora resulta, sin embargo, mucho más atractivo como personaje literario. Alguien que ha conocido el estatus del héroe y del apestado en un mismo lugar. Y que ha confirmado de manera cruel que los salvadores no existen. Quizá convendría vacunarse contra el síndrome mesiánico, o sea maradoniano, que le concede una exagerada importancia al genio individual por encima del trabajo colectivo. Difícil no intuir también, detrás de esa superstición futbolera, cierta idea de país.