Oye a los doctores dándole distintos nombres de enfermedades parecidas.
Mira a su hijo. Siente por él una gran compasión por todo lo que se le viene encima:
cuidar de su padre, que está perdiendo la cabeza, que se adentra en la niebla.
Sí, así lo ve él, aunque no puede explicárselo a su hijo, las palabras y su significado han sido las primeras en darse a la fuga.
Niebla, la niebla de una mañana de domingo, sin las rutinas de las mañanas de diario, ya aprendidas.
Así se ve él, a veces vuelve a ver esa imagen, la de un campo rodeado de aguas que no corren, en el que crecen las zarzas, al fondo los maizales secos, incongruentes y en el centro de la imagen, un frutal silvestre, escuálido, de cuyas ramas cuelgan cuatro o cinco manzanas olvidadas, amarillas.
Son los únicos recuerdos que le quedan
ahora que camina por este invierno suyo.
También las comerán los pájaros.
Oye, a los doctores.
Mira a su hijo.
Las manzanas.
Los pájaros.
La niebla.
Esta persistente niebla que ya nunca levanta.