El
aire
El aire ha pasado lamiéndonos
como aquel perro, el de la casa,
el que de noche se perdía y, luego,
en los ojos traía un terrible retrato.
Como aquel perro, el aire viene
y nos pasa la lengua por las manos,
dejándonos olores
de matorrales y conejos,
de estampidos de pólvora, de sangre,
de tierra humedecida;
exactamente, igual, como aquel perro.
El animal, la hoja,
la sorpresa, el disgusto,
nos llegan por el aire:
nos llegan de repente como esta
brisa que mueve un poco las cortinas,
levanta los papeles de su sitio
y nos hace inclinarnos, como el can
aquel solicitando nuestras manos,
que eran entonces menos duras.
Como el terrible can que se perdía,
como digo, de noche,
se hacía entonces negro, olía a azufre
quemado, se ponía, en verdad, llameante
y se perdía monte arriba,
para luego volver por la mañana,
inmaculado, alegre,
lamiéndonos los pies, dando a los otros
felices bienvenidas con el rabo,
exactamente igual llega este aire.
(Exactamente igual para los otros,
porque debo contar que al perro aquel
sólo yo descubría por la noche,
y de mañana me añadía miedos
cuando apretaba el lomo a mis rodillas).
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