Cuentos que te abren los ojos y que todo el mundo debería leer, por George Saunders

Take me to your reader


Hace poco hablaba con un amigo y me comentó: «Oye, George, si te abdujera un alienígena y te llevara a su nave nodriza y te exigiera explicar cómo es ser humano, ¿qué le dirías?

«Bueno», contesté, «le aconsejaría al alienígena que se pasara unos cuantos días leyendo cuentos». En los cuentos se condensa, de forma cifrada y profunda, todo el conocimiento humano. Son máquinas de significación, densas y elevadas, que arrojan luz sobre los dilemas más apremiantes de la vida. Al leer una rumiada selección de cuentos nuestro alienígena podría, en unas cuantas horas, aprender todo lo que necesita saber sobre nuestra vida en la Tierra. Salvo cómo te sientes cuando pierdes tu coche en un aparcamiento subterráneo y te pasas tres horas dando vueltas, disimulando como si supieras bien hacia dónde vas, para que los conductores que pasen junto a ti —que han encontrado sus coches sin problema, ya que han procurado escribir el número de la plaza y la planta en la muñeca o donde sea— no piensen mal de ti. Creo que aún no existe un cuento sobre eso.

Bueno, a lo que íbamos.

«¿Qué es esta cosa llamada amor?», podría preguntar nuestro alienígena.

«Está bien», diría. «Lo primero que tienes que hacer es leerte el hermoso cuento de Chéjov ‘La dama del perrito’, que muestra cómo un supuesto ligue sin más se convierte en amor verdadero, a trompicones, incluso en contra de la voluntad de la pareja en cuestión».

«¿Os ocurre eso muy a menudo por ahí abajo?», preguntaría el alienígena.

«Sí», diría yo. «Pero sobre todo en la Rusia del siglo XIX». (Tampoco hay que detallarle todo a los alienígenas.)

Pero, también, sería importante que supiera que no todos los que habitan esta esfera encuentran el amor. Así que ‘En el carro’, también de Chéjov —uno de los cuentos más tristes de todos los tiempos, en el cual no ocurre absolutamente nada, salvo esto: una persona que se siente sola se queda así, sola.

George Saunders¿Y los alienígenas, después del amor, se separan? Sería deseable que así fuera. Daría un poco de mal rollo; todos esos alienígenas viviendo en la más estricta monogamia hasta cumplir, digamos, los 9000 años, haciendo el amor de esa forma lenta y telepática que les caracteriza… Y después, van y hacen esa cosa de sincronizarse los cerebros y se recolocan los dientes postizos… ¡Puag! Vamos a darle ‘Tres días de vendaval’ de Ernest Hemingway, una gran historia de una ruptura que también contiene algunos de los mejores diálogos ebrios de toda la literatura. ¿Se emborrachan los alienígenas? He oído que sí, y así se formó el Gran Cañón del Colorado.

¡Pero allí abajo no todo se reduce a estar enamorados o no! También nos obsesiona el dinero. Así que nuestro alienígena debe leer ‘En el sótano’, de Isaac Babel, el cuento más exultante jamás escrito sobre el sistema de clases: sencillo como un chiste (invitan a un niño pobre a casa de un niño rico y él luego debe, esto, corresponder), profundo como una parábola en su forma de mostrar cómo la pobreza infecta y enrarece todo lo que toca. También contiene una frase brutal, que puede que le resulte útil al alienígena en su planeta: «Nieto mío, voy a tomar aceite de ricino para tener algo que llevar a tu tumba».

Llegados a este punto, los humanos empiezan a parecerle al alienígena un poco “coñazo”, y su largo dedo verde se dirige, subrepticiamente, hacia el Rayo Mortal. ¡Un momento, Zarcon 13! ¡Los terrícolas también podemos ser buenos! La prueba: ‘Cuando el señor Pirzada venía a cenar’, de Jhumpa Lahiri. Hace unos años impartí una clase sobre este cuento en la universidad, después de una sucesión de cuentos contemporáneos de lo más macabros y oscuros, y dio pie a una gran conversación sobre lo difícil que resulta crear una acción dramática a partir de personas que se comportan bien y que se preocupan el uno por el otro; y lo gratificante que resulta cuando alguien lo consigue.

¿Tienen los alienígenas madres? Sé que algunos alienígenas se reproducen espontáneamente: se arrancan trozos y los colocan sobre el suelo y después los riegan… Pero supongamos que nuestro alienígena no es de esos. Yo le daría ‘Heme aquí planchando’ de Tillie Olsen (en el cual una madre de clase obrera reflexiona, ferozmente, sobre la manera en que ser pobre ha complicado la relación con su hija), para mostrarle que nuestra madres, en la Tierra, son tan buenas y ofrecen el mismo amor que cualquier madre alienígena —y, de hecho, es probable que sean mejores, porque aquí abajo, colega, estamos limitados (y ojo, que no me quejo) por un aplastante sentido de lo material, que hace que todo resulte difícil, no como vosotros, allí arriba, con vuestros «jardines infinitos» y vuestros «robots que producen petisús» y todo eso.

Allí arriba, en vuestro planeta, ¿igual la gente vive para siempre? Bueno, pues aquí abajo no sucede lo mismo. Y eso hace que las cosas den miedo, como queda demostrado en el gran ‘La muerte de Iván Ilich’, de León Tolstói, que se inspiró en una anécdota que el propio Tolstói escuchó una vez: un hombre moribundo gritó ininterrumpidamente durante los últimos días de su vida. El resultado es vivificante y aterrador, como atender el funeral de uno mismo —¡pero de una forma positiva!—. Desde la primera página ya sabemos que Iván está muerto, pero nos olvidamos, a medida que el momento llega, y nos encontramos en un estado (que nos resulta muy familiar) de negación. ¿Qué puede salvarle? Nada. ¿Cuál fue el pecado que le llevó a morir en tal estado de terror? Cada lector contestará a esa cuestión de manera diferente y, si acaso sirvo como ejemplo, lo contestará de forma diferente en diferentes momentos de su vida.

Nuestro alienígena nos está mirando raro. «Pobres imbéciles», parece decir con sus cuatro ojos verdes y con los cuatro que tiene azules y con esa cosa que es como una trompa y que cuelga de esa otra cosa, más pequeña, que parece una trompa: «¿cómo sobrevivís? ¿Acaso ofrece vuestra existencia en la Tierra algún placer?».

«Oh, desde luego», decimos. «Muchos placeres». Una de las cosas que realmente nos gusta hacer a los humanos es juzgar a alguien y dejar que esa opinión se anquilose para que podamos disfrutar de la consiguiente sensación de petulante superioridad. Bueno, yo sí, por lo menos. Aunque el placer nunca dura demasiado, como demuestra ‘Danza de las sombras felices’ de Alice Munro, ‘The Deacon’ de Mary Gordon, y el cuento de Raymond Carver ‘Una pequeña cosa buena’. En cada uno, el lector se ve transportado hasta un lugar cómodo y severo, donde el escritor y el lector conspiran para criticar/mirar por encima a un personaje. Luego todo se da la vuelta: el lector se da cuenta de que (equivocadamente) se ha aliado con la intolerancia y la crueldad. Esto es, quizá, el momento terrícola por antonomasia: cuando descubrimos que hemos subestimado a uno de nuestros congéneres. Pero en literatura también es un dulce momento, porque la vergüenza que siente el lector es también la prueba de que él o ella todavía sabe diferenciar el bien del mal y que prefiere el bien. Ahora, échale un vistazo a nuestro alienígena: ¿Ha decidido, él también, ser más generoso a partir de ahora?

Si es así, quizá sea humano, después de todo.




© de la edición de julio de 2014 de la revista ‘O, The OprahMagazine’.

© de la traducción: Ben Clark. 




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