Los hemisferios en La nueva España

(reseña de Tino Pertierra)

El vértigo y la palabra

No nos andemos por las ramas: Los hemisferios es una de las mejores novelas españolas publicadas en lo que va de año. Una novela compleja que no rinde pleitesía a modas ni se deja camelar por el oropel de la escritura hermética y vacía. Que no imita ni se sube a un púlpito, enganchada a intuiciones y contradicciones saludables. Mario Cuenca Sandoval, explorador y orfebre ante la hoja en blanco, es un narrador de primera que, incluso, se atreve a combinarlo con tramos de pensamiento sinuoso (recuerden a Kundera, qué bien lo hacía) y rectas bifurcaciones al mundo del cine, con sendos vínculos al Vértigo de Hitchcock y a La palabra (Ordet) de Dreyer. Un desafío que resuelve a las bravas, esto es, creyendo a pies juntillas en el valor de la palabra y dejándose llevar por el vértigo de una apuesta a doble o nada. Doble, nunca mejor dicho. Todo arranca con un choque brutal. Un accidente que quiebra vidas al mismo tiempo que las une. Bromas crueles del destino. Quizá inevitables. Dos amigos, en plena juventud, ven desgarrado su calendario sobre el asfalto. Y no sólo ellos: hay quien se lleva la peor parte. Como en Extraños en un tren (Hitch de nuevo), dos vidas se cruzan y se descruzan buscando, en este caso, no un asesinato compartido sino respuestas comunes a preguntas esquivas y errantes. Vías paralelas que podrían ser la misma. El doble, recuerden. Cuenca Sandoval puede exponer la situación más horrenda y encontrar en ella jirones de poesía maltrecha, instantes que se clavan como astillas de cristal en el ánimo del lector. Avisado queda: esta lectura no deja indiferente, ni es para indiferentes. Es un boquete abierto en la vida misma y de ella se escapa a borbotones la sangre de los otros, que no deja de ser la nuestra. Nunca deja de serlo. Como dice un personaje, “una buena película debería ser como un sueño del que se despierta tembloroso, empapado en sudor frío”. No vamos a decir que Los hemisferios provoque semejante estado pero metafóricamente sirve como resumen de las sensaciones que deja una obra que son dos, o dos que son una, que reclama lectores atentos y nada conformistas. Hay dos mundos narrativos que corren en la misma dirección, ficciones en plena fricción tras un estallido que, a partir de la muerte de una mujer, empuja a dos hombres a una búsqueda desesperada, en cierto modo autodestructiva, de mujeres que... Mejor no revelamos más. La sorpresa es una de las armas del autor. Un mismo personaje en distintos hemisferios. Es decir, el mismo papel con diferente escritura y grados distantes. ¿Suena raro? Pues leyéndolo no lo parece. Proeza al canto. La cita de Octavio Paz no es caprichosa: “Todo es espejo”. También se podría invocar a Alicia, que atravesó el cristal (como al principio). Se exige puntualidad y nada de despistarse porque los trozos del espejo quedan en manos del lector para encontrar la imagen re/des/compuesta. Si es que existe. El puzzle no tiene porqué completarse: demasiado pueril es ese empeño tan de hoy. ¿Vértigo, dijimos? Sí: el simulacro como horma de vida, la obsesión de Pigmalión (o de Frankenstein) por construir (o reconstruir) a la persona amada. El original, su reflejo. La copia de la realidad, más auténtica que la realidad misma, tiznada de crónica negra. ¿Y Dreyer? ¿Qué pinta aquí? Recordemos: el milagro de la resurrección. Un toque vampírico. Un juego inmortal. En fin: una novela para quitarse el sombrero.

 

 

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