Hace unas semanas hablaba aquí de Sez Ner, el primer título de la "Trilogía grisona" que ha convertido a Arno Camenisch en una celebridad. Ya está en las librerías el segundo, Detrás de la estación, que sólo comparte con el otro el tono, la atmósfera y los paisajes. En este segundo libro, el narrador es un niño que observa y descubre su entorno, un pueblo de Suiza entre las montañas en el que los hombres suelen caracterizarse por su rudeza y las madres están acostumbradas al trabajo duro. El narrador, ese niño, nos cuenta lo que ve mediante un lenguaje plagado de hallazgos (él habla a su manera, y por tanto inventa palabras, pronuncia mal algunos nombres o algunos sustantivos: "helipóstero", por ejemplo), y tras sus narraciones siempre flota algo inquietante, como ya sucedía en el primer libro y como, supongo, ocurrirá en el tercero, Última ronda. Hay una frontera entre el lirismo rural de Miguel Delibes y la crudeza expresiva de Agota Kristof: me atrevería a decir que es ahí donde se sitúa Arno Camenisch. Leamos tres pasajes de esta novela que me ha enganchado aún más que la anterior:
Dónde habéis estado durante tanto tiempo, por diosbendito, pregunta papá. Nos hemos pasado por Vögeli y por ABM. Mamá nos sacudió dos bofetones en Vögeli, porque nos metimos debajo de los percheros de la ropa para jugar a tula. Nunca volveré a Chur con estos dos granujas. La gente debe de haber pensado que los de aquí arriba somos unos salvajes. Por eso nos quedamos sin postre y nos mandan a la cama. Como castigo, mamá nos ha comprado unos zapatos demasiado grandes. Con ellos parecemos payasos. Ya creceréis, y punto en boca, no voy a estar comprándoos zapatos nuevos cada dos semanas. Ha metido papel de periódico en la puntera de los zapatos.
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Cuántas veces os he dicho, nos advierte mamá, que no juguéis al balón en la cocina. Entonces dónde se puede jugar al fútbol, en la pared de la estación, no, que sale Tonimaissen, en el jardín, tampoco, porque allí tiende sus sábanas Marina y luego le dice a Anselmo que se las ensuciamos. Y entonces viene Anselmo y nos mete la cabeza en el arenero, donde cagan los gatos. Si jugamos al fútbol en el campo de fútbol, viene Gionclau con el hacha, o qué, y dice, o qué, será mejor que os vayáis a casa, o qué, sinvergüenzas. En la calle no podemos jugar, porque nos atropellaría la señora Muoth, y si jugamos al fútbol en la cocina, mamá dice que somos unos bestias.
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En un rincón del Helvezia se sienta un viejo. Un sombrero cubierto de polvo cubre su cabeza. Por debajo del sombrero asoman sus ojos grises. De vez en cuando se frota la nariz. Su pala está apoyada contra la pared. Es Fazandin. Se sienta todos los días ahí, en ese rincón. La tía dice pero qué disparates me estás contando, ahí no hay nadie sentado. Pero no es verdad, Fazandin se sienta ahí todos los días, hoy también. Acabarás dándome miedo, dice la yaya. Ella no debe tener miedo de Fazandin. Solo Otto me cree. El dice sí, sí, allí en el rincón, claro, ahí está sentado. Lleva ya quinientos años ahí y se niega a pagar.
[Xordica Editorial. Traducción de Rosa Pilar Blanco]