Últimas ocho horas en Villa Milagro

Llegamos misteriosamente sanas y salvas, siguiendo las instrucciones del navegador, en el que Villa Milagro aparece señalada con un globo verde y nosotras, cada vez más cerca, por una flecha azul. Durante el trayecto devoramos un par de porciones de pastel de zanahoria, al que no hemos podido resistirnos en nuestra parada para comprar el pan y, aunque hace ya mucho tiempo que aprendí que la realidad no existe, detecto que esta vez la familiar sensación de espejismo flota en el ambiente con una fuerza inhabitual, con la agresividad de los virus mortales, cuyos síntomas pasan al principio, al manifestarse en el paciente cero, desapercibidos.


Aún no han dado las doce.


Es sábado por la mañana y no hace frío.


La luz es rotunda y recuerda las novelas de Blasco Ibáñez que transcurren siempre cerca de La Albufera. Un paisaje ordenado de naranjos, arrozales y pinos se extiende a ambos lados del camino, que es de tierra en el tramo final, y se vuelve más cerrado y solitario conforme se va alejando del último pueblo y se aproxima a la casa: Villa Milagro no es ninguna meta, no remata ningún recorrido; la entrada principal, un portalón de hierro abierto de par en par, se ofrece discreta a la derecha de la senda arenosa y nos absorbe para apartarnos del mundo.


El viaje en el tiempo. Las fauces del cocodrilo.

Si alguien de por aquí ha leído 'Picnic en Hanging Rock', entenderá de qué clase de desidia hablo al referirme al sopor que se adueña de la mente humana en los lugares donde la naturaleza aún no ha sido desahuciada y permite nuestra presencia favoreciendo una impresión de calma ficticia.


Las últimas ocho horas en Villa Milagro transcurren como vetas de agua por sus estancias infinitas: tranquilas y apacibles, salpicadas por el olor a carne asada, la lentitud incomprensible de una cafetera gigantesca y roja, y las voces pequeñas de los niños, que son la única prueba de que el espectáculo no se ha detenido y debe continuar.


Eso sí, sienta muy bien saltar del escenario por unos segundos y contemplar el paso de los muebles y las cosas arrastradas por la corriente. Lástima que, justo cuando empiezas a pensar que podrías pararte y permanecer en ese lujar a salvo, desde el que observar con distancia los estragos de la tormenta, te traiciona la inquietud.


Mañana vuelvo.

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