Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett

Job_3479(óleo de Daniel Segura Bonnett, más aquí)

En los últimos años he leído mucha literatura de la pérdida. Amarillo, de Félix Romeo, al suicidio de un amigo, El año del pensamiento mágico y Noches azules, de Joan Didion, a la muerte de su marido y su hija enferma respectivamente, Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, a la muerte de su padre, La hora violeta, de Sergio del Molino, a la muerte de su bebé. Todos ellos, como Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett, comparten fin y comparten estilo, con variaciones, claro, pero comparten. El fin, son dos:

1. Intentar comprender las razones para que algo así ocurriese. Da igual si es algo que puede depender más de lo racional, como un suicidio, o algo que se nos escapa, como una enfermedad mortal. Es necesario plantear todas las posibilidades para acercarse todo lo posible a comprender el porqué de lo sucedido y entender que nunca hay razones lo suficientemente válidas para una muerte, o como dice la cita de Imre Kertész que Bonnett elige: Todo entender es un malentendido. Así, estas novelas son novelas de fracasos. De fracasos ante la vida, de fracasos por comprender. Pero es el empeño en comprender y su fracaso lo que las hace tremendamente conmovedoras.

2. El otro fin es el único pequeño triunfo de estas novelas. Aunque realmente es un triunfo envuelto en un manto de fracaso. Es el fin de retener la imagen del muerto, recuperar por el trabajo en la memoria lo que fue y no permitir que caiga en el olvido. Como ven, es un fracaso sí, pero estos libros se erigen como pequeños triunfos frente al olvido, ese monstruo fagocitador que todo consume.

El estilo también es constante. Con sus variaciones, como decía antes. El estilo siempre es despojado pues ante un hecho devastador no valen los adjetivos, ni los tropos, no vale la poesía y sin embargo, de ese despojo, surge una poesía si cabe más intensa, más pura, más verdadera. Piedad Bonnett es, ante todo, poeta, pero se nota su trabajo de contención haciendo de la poesía un tema que ayuda a abordar lo sucedido más que un estilo, aunque a veces sea inevitable.

Lo que no tiene nombre cuenta la historia de Daniel, hijo de Piedad Bonnett, que a los veintiocho años decidió quitarse la vida saltando desde la azotea del piso que compartía en Nueva York, ciudad donde vivían sus hermanas y él estudiaba un Máster en Arte. Daniel tenía una enfermedad mental que le hacía prácticamente insoportable la vida. Aún así se empeñó en intentar domeñarla durante más de ocho años hasta que no pudo más. Y aquí entra otra de las preguntas del libro, ¿es un triunfo o es un fracaso el acto del suicidio? Piedad Bonnett escribe con dolor pero siempre con cierta esperanza en un lugar en el que no la hay. Es hermoso a la vez que de un dolor inevitable. Cada vez que leo uno de estos libros siento que algo dejo en el camino.

Jean Améry, seudónimo de Hans Mayer, quien se mató con una dosis de barbitúricos en la primavera de 1978, en Salzburgo, escribió en su hermoso libro Levantar la manos sobre uno mismo: “Cada vez que alguien muere por su propia mano o intenta morir, cae un velo que nadie volverá a levantar, que quizá, en el mejor de los casos, podrá ser iluminado con suficiente nitidez como para que el ojo reconozca sólo una imagen huidiza”.
El texto es ambiguo pero podríamos hablar de un primer velo el que cae frente a los ojos del suicida, velo que más bien me figuro como un telón oscuro y pesado que hace las veces de la palabra fin.
Pero hay otro velo, más leve pero sin duda también atrozmente perturbador: el que cae frente a los ojos de los padres o los hijos o el cónyuge o, en fin, frente a los dolientes del que se ha quitado la vida. A través de él sólo vemos sombras; y cuando, al aguzar la mirada, creemos estar ya enfocando una realidad precisa, esta cambia o se desvanece.

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