Hago una lista de las cosas terribles.
Nadie tiene la culpa.
Pero ya han sido suficientes.
Intento remontarlas pero siempre están ahí, como una alarma activada por un motivo desconocido e imposible de apagar precisamente por eso, por el origen confuso de su puesta en marcha; las cosas terribles, que ya no me hacen ningún daño y sólo me provocan rabia.
El sábado se marchó Vitu. Le acompañé con las maletas hasta la casa de Iñaki, que tiene calefacción central y es más acogedora que la mía. El día era espléndido, un sábado de sol en medio del invierno, esa clase de días en los que nadie debería trabajar.
No tuve remordimientos.
Comimos los tres en un japonés que se llamaba Estrella Oriental. Luego Iñaki se fue a la librería y Vitu y yo nos despedimos en la Avenida de Barcelona. Con el tráfico de fondo, como en una foto desenfocada por culpa del movimiento, al darnos un abrazo me di cuenta de que nuestra amistad había sobrevivido. Estoy segura de que lo echaré de menos. Aún así, mientras me alejaba en dirección a Atocha, respiré hondo y disfruté ante la idea de haber recuperado por completo mi intimidad. No escondo ningún secreto terrorífico, pero mi cerebro, de vez en cuando, exige no estar con nadie.
Por eso estos últimos meses he caminado muy cerca del desequilibrio.
Durante mi paseo hasta Alameda, entre la luz y los árboles, y la soledad que toma la ciudad a la hora de la siesta, reflexioné sobre las cosas pendientes, continué dándole vueltas a la idea de las amistades que se salvan y las que mueren, y llegué a la conclusión de que todavía es pronto para emitir un diagnóstico sobre los afectos moribundos, aquellos que nos producen más dolor, porque la herida sigue abierta y, al menos por ahora, no tengo nada más que decir.
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