Bellas ruinas, un relato de María Zaragoza

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Sí, ya sé que me merezco un monumento, me he leído Última tempora, la antología de escritores nacidos entre 1980 y 1989 que ha sacado Lengua de Trapo. Va venga, que no es para tanto, son mi generación y los leo con cierto gusto y mucha envidia, sobre todo a los que escriben bien, a los que no, también, que uno va aprendiendo que para que te publiquen hay que vender libros y vender libros no tiene una estricta relación con escribir bien y sí más con estar. Trae el libro veinte cuentos de veinte escritore/as jóvenes.

En Última temporada como era de esperar hay un poco de todo y de todos los colores y a estas alturas de la muerte del arte ya se sabe que cuando alguien dice esto es una mierda, está diciendo esto es una mierda para mí. Así que, en cierto sentido, es un libro triunfador, porque hay mierda para todos y bocattos di cardinale para todos con lo que nos gustan los bocattos di cardinales y la mierda a nosotros. La antología la ha hecho Alberto Olmos, que más allá de haber hecho un prólogo que se podía haber ahorrado por tonto y vacuo, me parece que ha sido un buen seleccionador, por supuesto que no están todos y quizá sobra alguno, pero dentro del fracaso que es hacer una antología generacional aquí hay una buena representación.

Como son muchos y no vamos aquí a ponernos a hablar de cada uno, visto también que probablemente lo que yo diga, en un contexto tan heterogéneo, no tenga nada que ver con lo que a usted le guste u opine, voy a hablar del relato que mas me ha gustado. Baste decir antes que he disfrutado mucho con lo de Jimina Sabadú (pese a no haber tragado con Celacanto, su primera novela), lo de Pablo Fidalgo Lareo, lo de Juan Gómez Bárcena  (pese a tampoco haber tragado con Los que duermen) y lo de Cristina Morales. Por si les apetece asomarse a esos nombres. Pero el que más me ha gustado, sin duda, es Bellas ruinas de María Zaragoza.

Bellas ruinas cuenta la historia de una pareja de arqueólogos que asiste a la destrucción del mundo tal y como lo conocen. Las ciudades comienzan a desmoronarse y todo el mundo huye despavorido sin realmente tener un sitio al que huir, pues todo cae, mientras que ellos se divierten, admiran la destrucción, recorren las calles fascinados mientras se aman, intentan asistir a la caída en el momento en que se produce. Dedicados toda la vida al estudio de civilizaciones que tuvieron su momento de esplendor y luego se desmoronaron, ahora asisten a la caída de la suya propia.

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La gente huía a gritos de las cornisas que caían y los árboles tronchados por trozos de tejados. A nosotros nos parecía, unidos así, conectados por la mano, la lenta danza del mundo derribando imperios y riéndose de la capacidad del hombre para sentirse importante.
La vida en realidad no vale nada. No significa nada para la naturaleza ni para la evolución. Cualquier cosa puede terminar con ella. La naturaleza con sus volcanes y sus tifones. O como en este caso, los materiales fatigados de tanto sostener nuestros caprichos económicos o tecnológicos. Nosotros sabíamos todo esto. Y nos sentíamos especiales por ello, como si fuéramos los únicos sin miedo en el mundo.

Probablemente, el hecho de que se trate el tema del derrumbe tenga mucho que ver con que a mí me haya gustado. Que el relato sirva como una hermosa metáfora para otro derrumbe, el que estamos viviendo de verdad, el del sistema, el del dinero, que acaba con un mundo como lo conocíamos, ¿una civilización? par dar pie a ¿otro mundo? El tratamiento del desastre como algo hermoso, lleno de belleza, la sublimación de la caída. Que los personajes naden a contracorriente por pura convicción, como héroes trágicos. Que el tono sea épico, casi como un poema de la caída de Roma. Todo ello me hace admirar el relato Bellas ruinas de María Zaragoza.

Es indescriptiblemente bello preguntares por qué en todas las demoliciones espontáneas queda de pie la pared de un baño, con sus baldosas azules o amarillas, un trozo de espejo y a veces, incluso, un hermoso lavabo ovalado de cuyas cañerías salen pequeñas arañas de patas largas. Una última pared resistente a tanta decrepitud y al cómodo dejarse ir. Una última pared de cada edificio jugando de pie a no rendirse como nosotros jugamos de pie a seguir vivos. Aunque a veces imaginemos qué ocurriría si sólo uno de los dos fuese aplastado por un trozo de balcón o un bloque de hormigón. O, peor, si sólo uno de los dos quedase semienterrado, la mitad del cuerpo reventado fuera de los escombros, lanzando terribles alaridos, como ya hemos visto infinidad de veces.
Una noche nos prometimos que, si eso ocurriera, abandonaríamos al herido.

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