Una vez dijo el clásico cineasta Michael Powell: “Desearía que tuviésemos una docena de Scorseses más, pero no es probable que eso suceda. Si tenemos uno por década, podremos considerarnos afortunados”.
Como muchos sabrán a estas alturas, al menos quienes me conocen bien, flipo con cada película de Martin Scorsese. Sus filmes, a veces excesivos, inmorales, alocados, frenéticos (Malas calles, Uno de los nuestros, Gangs of New York, Casino…), a veces finos, mesurados y líricos (Kundun, La edad de la inocencia, La invención de Hugo…), siempre me aseguran más de dos horas de disfrute, de entretenimiento y, sobre todo, de amor al cine. Reconozco que Hugo, su anterior obra, era magnífica. Pero el Scorsese que a mí me entusiasma es el que hemos vuelto a ver en El lobo de Wall Street, que me ha gustado mucho (aunque no tanto como, por ejemplo, Infiltrados), y voy a desarrollar las razones en las siguientes líneas.
El proyecto que escribí para el fin de carrera en la universidad se titulaba Obsesiones de Martin Scorsese a través de su cine. Fue un trabajo de exploración que me sirvió para revisar sus filmes, leer todos los libros sobre él que entonces se habían publicado, además de entrevistas, artículos y todo lo que estuvo a mi alcance. Algo de ese trabajo me quedó dentro, porque a veces rastreo esas obsesiones en sus nuevas películas: la culpa, la religión, la supervivencia, la redención, la soledad… entre otras.
Scorsese se ha reinventado en los últimos años. Ha sabido adaptarse al siglo XXI allá donde otros no han sido capaces: ¿cuántos directores que rodaron títulos míticos en los 70 y en los 80 y en los 90 han hecho basura (o, cuando menos, obras muy endebles) en esta última década? Prefiero no citarlos. No voy a recordar ahora todo lo que ha dirigido con Leonardo DiCaprio, ni tampoco sus documentales ni sus intervenciones en televisión. Quedémonos con lo de hoy, lo de ahora.
¿Qué es El lobo de Wall Street? Es, ni más ni menos, una reescritura de Casino adaptada al siglo XXI: se nos retrata, en medio de un frenesí de drogas, putas, alcohol y desmadres varios, la ascensión y caída de un hombre obsesionado con el poder que da el dinero. En Casino, y también en Uno de los nuestros, veíamos de qué son capaces los seres humanos por ganarse un dólar. Hasta qué extremos puede llegar una persona en su camino de ambición. El lobo de Wall Street es la misma película: en estructura, en anécdotas cargadas de inmoralidad y obscenidad, en desarrollo de personajes, en banda sonora, en montaje, e incluso en la narrativa (en dichos filmes suele haber varios narradores; en El lobo… sólo hay uno, pero a menudo escuchamos los pensamientos de otros personajes, lo que lo aproxima mucho a la novela postmoderna).
Si en Casino estaba Robert De Niro como eje de la función, y en Uno de los nuestros era Ray Liotta, aquí (desde hace años) el eje sobre el que se construye cada película es otro actor, Leonardo DiCaprio: un titán de la interpretación, algo que vuelve a demostrar en este largometraje construido alrededor de él. A Scorsese le faltaba por encontrar un nuevo Joe Pesci, y lo ha logrado: Jonah Hill es la mano derecha de DiCaprio y también el personaje entre bufonesco y bocazas que nos remite a esos papeles que hizo Pesci. Ya no se habla de mafiosos. Scorsese nos habla de algo que, ahora, nos preocupa más: cómo unos cuantos cabrones se enriquecieron estafándonos y cómo fueron en parte los culpables de que estemos en el agujero económico mundial en el que estamos. Por eso algunos espectadores se enfurecen con la película: porque durante tres horas nos muestra a una pandilla de tipos sin escrúpulos que gastan a manos llenas y roban a los desventurados y a los trabajadores mientras nosotros no levantamos cabeza (algo que encarna el personaje de Kyle Chandler, el agente del FBI que vuelve cada noche a casa en metro, "con los huevos sudados"). Y esa obscenidad, en pantalla, en estos tiempos de crisis, es inadmisible para algunos. Pero hay una diferencia, amigos: los personajes de El lobo… no matan, como mataban los de Casino y Uno de los nuestros. Es decir: ¿por qué escandaliza más un bróker que nos estafa que un mafioso que ordena asesinar a quienes suponen un tropiezo en su ascenso? No lo sé y tampoco lo entiendo. Porque los personajes de El lobo de Wall Street, con su obsesión por el dinero y su búsqueda continua del placer, encarnan en realidad nuestros deseos. ¿Quién coño no querría ser millonario, para regalarle a su mujer un yate con su nombre, o para viajar a donde se le antoje cuando se le antoje? Esto lo explica bien Jordan Belfort (DiCaprio) en el spot que rueda para contarle a la gente que se vive mejor siendo rico. Él, como dice en una escena, crea necesidad. En eso consiste vender: en crear la necesidad de adquirir algo.
Pero volvamos a sus obsesiones. Aquí, en esta nueva obra, han desaparecido muchos de esos conceptos que cité antes. Sobreviven, por ejemplo, la culpa y la redención. Aparecen al final, como siempre en Scorsese, a quien le interesa, más que el análisis de esa culpa, el camino que trazaron sus personajes para llegar a ella. En una película de Scorsese verás a hijoputas arrojando enanos a una diana, poniendo los cuernos a sus mujeres, torturando a pobres diablos, estafando a diestro y siniestro, traicionándose unos a otros… pero al final, aunque sólo sea en un leve apunte, esos personajes obtienen su castigo. Lo que ocurre es que al cineasta no le gusta ser moralista, a no ser que me equivoque no pondrá en pantalla a un tío sufriendo castigos en prisión, no se recreará en el sufrimiento de los malos. A Scorsese no le interesa cómo pagan sus deudas, sino por qué llegan al infierno. Y, especialmente, cómo llegan.
Algunas personas han dicho que El lobo de Wall Street son tres horas de putas y cocaína y que no hay nada más. Falso. Existe una película que agrupa más desbarres que ésta o que la saga de Resacón: y es Miedo y asco en Las Vegas. Lo digo porque sigo sin entender que, esta vez, se haya suscitado el escándalo. Falso, insisto. Y ahora llega el momento de ABRIR LOS SPOILERS, porque quiero indicar algunas de las escenas (las mejores, probablemente) en las que no hay orgías, que revelan la maestría de Scorsese para contar una situación en términos estrictamente cinematográficos: la charla entre DiCaprio y el personaje de Matthew McConaughey (otra lección interpretativa: en diez minutos nos vuelve a convencer que es uno de los más grandes actores de nuestro tiempo) en un restaurante; el momento en que Jonah Hill va a entregar un maletín cargado de dinero al machaca de Belfort; la primera vez que Belfort fuma crack, que apenas dura dos minutos y que DiCaprio domina con su habitual maestría; la larga secuencia en que toma pastillas caducadas y pierde el control de su cuerpo; el diálogo entre DiCaprio y el agente del FBI en el barco del primero; el momento en que su mujer (la bellísima Margot Robbie, ya vista en About Time en un papel secundario) le promete, como castigo a sus deslices, que no llevará bragas en casa durante un tiempo en que lo va a someter a abstinencia; las disputas matrimoniales con toques de violencia, siempre presentes en su filmografía; o ese plano en el que vemos al agente del FBI viajando en metro, tal como había contado antes. Son sólo algunas de las joyas de la película. Que algunas personas se quedan sólo con que es una peli de esnifar e ir de putas, es su problema. No lo es en absoluto. Y ahora toca CERRAR LOS SPOILERS.
Scorsese, además de reinventarse y de reescribir Casino y Uno de los nuestros, lo ha hecho esta vez mediante el humor. En sus películas más viscerales suele haber humor, casi siempre basado en las acciones o en los diálogos de los matones o de los descerebrados. Ahora, sin embargo, el humor domina la trama y predomina en la película. A menudo, es cierto, se nos congela la sonrisa al comprobar los excesos de los personajes. Pero Scorsese no está celebrando ni justificando su conducta: sólo la está mostrando. Cito a Tomás Fernández Valentí, que en su blog ha analizado el filme: “Scorsese sabe mantener un equilibrio magistral en la visualización de todo ese delirio, de manera que hace partícipe al espectador del caótico mundo donde se mueven los personajes, transmitiéndole la alegría y el desenfreno de esas fiestas orgiásticas sin que eso vaya en detrimento del carácter descriptivo y a la vez reflexivo de dichas secuencias”.
Otro de los temas que analicé en aquel proyecto era el de la supervivencia. Los personajes de El lobo de Wall Street también quieren sobrevivir. Primero tratan de sobrevivir: no hay más que ver la escena en la que Belfort habla de cómo una de sus primeras empleadas salió a flote gracias a un préstamo suyo, que le sirvió de base para prosperar y para llevar a un hospital a su hijo. Y luego, una vez han salido de la pobreza, se vuelven ambiciosos. Quieren más. Y lo quieren deprisa. Ya han sobrevivido, ya no son pobres ni tienen deudas: ahora necesitan vivir a todo tren, basándose en el principio del placer.
Scorsese ha vuelto a impartir otra lección de narrativa cinematográfica, aunque ya apunté que me parece más redonda Infiltrados (por citar uno de sus trabajos con DiCaprio). Una reescritura, insisto, en la que además ha contado con algunos actores que dan lo mejor de sí mismos: aparte de los citados DiCaprio, Hill, Chandler, Robbie y McConaughey, están Rob Reiner, Jean Dujardin, Joanna Lumley o Jon Favreau. Id a verla, y dejad los prejuicios en la entrada.