Neruda, fiesta y silencio (y 3)

Las casas de Neruda suscitan aforismos en sus visitantes. Más que lugar de reposo, un hogar es un espacio de mutaciones, en obsesiva construcción. Todo mirador tiene algo de barco: observar ya es desplazarse. Cada habitación merece ser espacio de amistad, así será poblada desde el suelo hasta el techo. El sabor del agua mejora en copas de colores, quizá porque cualquier placer tiene algo de sinestesia. Toda casa es un laberinto; su habitante también. Por lo demás, resulta llamativo que un hombre de cierta edad y con creciente sobrepeso insistiera en construirse siempre hogares altos, intrincados y difíciles de trepar. Su dueño jamás pareció pensarse débil, inválido o anciano al diseñarlos. Como si encaramarse fuese un atributo suyo. Eso también funciona a modo de autorretrato. En las casas de Neruda abundan tanto los sofás, mesitas y ventanas, los rincones ideales para leer o escribir, que imagino al poeta encerrándose finalmente en el baño, huido de sí mismo y sus voraces estructuras.

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