Hace días que acabé de leer El descrédito. Viajes narrativos en torno a Louis-Ferdinad Céline y me sigue zumbando la cabeza con algunos temas claves en referencia al autor francés.
El primero es discernir si Céline era un “todo”, esto es: si Céline persona y Céline escritor eran el mismo personaje. Argumentos a favor de una u otra postura hay en el libro, muy bien fundamentados, pero yo lo tengo claro: si algún escritor se merece el calificativo de “visceral” sin duda alguna ese es el escritor francés. Pero no solo eso, su visceralidad es tan esencial y tan inmensa que lo arrastra sin darle la mínima oportunidad a lo que su cerebro tenga que opinar de tal o cuál actitud de vida. Céline vomitaba sobre el papel, escribía con su bilis, con su sangre y con su semen. No admitía dobleces, ni falsificaciones, mi mentiras. Por eso Céline era Céline y no un perro faldero.
Para bien y para mal, Céline era un pobre hombre, un diablo convertido en juguete roto, como nosotros y, como tal, escribía. Dice al respecto Bruno Marcos en su genial aportación: “Céline no se repone después de que el mundo lo derribara, no encuentra consuelo y no alcanza a proponer nada sino que va directamente contra la existencia”. Entonces, si Céline va contra el mundo que lo ha arrollado, si predica en sus escritos un “existencialismo sin salida” (palabras más que acertadas de Bruno Marcos), ¿por qué escribe?
¿Por qué escribe Céline si el mundo es una basura y el hombre es un ser condenado a fracasar?
Y, no solo eso, ¿por qué vive, por qué no se quita la vida?
Bruno Marcos nos da la respuesta: “Cuando se hace el relato de un trauma o de una enfermedad siempre hay un fin terapéutico, aprender algo de la enfermedad para curarla...”. Céline era, sí, un vividor, alguien que apreciaba la vida, que la amaba hasta la médula, y denostaba a los hombres porque no sabían disfrutarla sin hacer del mundo un lugar peor. Por eso vomitaba cuando escribía, de puro asco.
Respecto a los panfletos, a su posición antisemita y su colaboracionismo, voy a escribir una anécdota personal. El 11 de septiembre de 2001, veía absorto en la televisión cómo ardían dos torres inmensas de acero y cristal, cómo el símbolo de la cultura del máximo consumismo, el becerro de oro del capitalismo, se desmoronaba, se hacía migajas, desaparecía; cómo un grupo de fanáticos islamistas (eso pensaba entonces) habían exportado la guerra que sufrían en sus propios países, a miles de kilómetros de distancia, fruto del intervencionismo norteamericano, y la habían instaurado en el corazón de la city neoyorkina, en el mismo corazón financiero que marca con su sístole y diástole la economía del mundo. Y pensaba eso admirado, acobardado, alucinado y, porque no decirlo, con una media sonrisa culpable en la boca, como si en verdad se hubiese hecho justicia con aquella salvajada, porque el imperialismo yankee acababa de ser torpedeado.
Semanas después de aquella barbaridad pude leer en algún periódico y escuchar en la televisión que lo que mis ojos vieron no fue eso, que lo que realmente ocurrió en Nueva York fue un ataque antisemita, porque las Torres Gemelas (en realidad todo el World Trade Center, todo el Centro Mundial de Comercio) representaban el ideal de negocio de los judíos, que eran sus propietarios y gestores, y que judíos también eran la mayoría de los negocios que amparaban.
En una comida con amigos saqué a relucir esos comentarios sobre la supuesta conspiración antijudía. Para mi asombro la teoría Capitalismo = Judaísmo se admitía sin lugar a dudas (bien es cierto que aún hoy en día se duda de todo lo que “en realidad” aconteció aquel 11 de septiembre y no se tienen claras las mentes criminales que idearon aquella devastación). Me dio por pensar entonces si esa lacra llamada consumismo a la que nos lleva el capitalismo radial, el neoliberalismo económico, no es entonces una enfermedad mortal culpa de esos mismos judíos prestos a negociar y convertir vidas en monedas. Espero que una reflexión así no me califique de antisemita. De existir una concordancia, no la he hecho yo. Eso sí: pienso que en los negocios (como en la vida) no todo vale. Quizá Céline llegó a esa misma conclusión y odió, sí, y luchó contra el poder del dios Dinero que corrompe al hombre.
Porque, para terminar con las dudas sobre el universo Céline, también me pregunto sobrela vigencia de las palabras nihilistas y fatalistas del autor francés sobre la raza humana y la sociedad que ésta ha creado, y sobre el sentido de esas mismas palabras precisamente ahora, en época de crisis profunda (no solo económica, sino, y sobre todo, de valores en la sociedad actual, de creencias por las que hacer digna la vida que vivimos) como lo fue aquélla época que a él le toco vivir.
“Para comer, los ricos no tienen necesidad de matar con las propias manos. Dan trabajo a otros, como a ellos les gusta decir. Los ricos no hacen el mal, pagan por él”. Recupera Álex Portero estas palabras-reflexiones de Céline en su texto de la antología, y me viene inmediatamente al recuerdo la última novela del autor español que mejor sabe reflejar la historia que pisamos a diario, la vida que nos lleva, sin esperar a que el tiempo barnice la realidad de dorado como hacen otros escritores que necesitan la perspectiva de los años para sacar sus conclusiones. Estoy hablando de Rafael Chirbes. Escribe el autor valenciano en su última novela En la orilla, a propósito del hombre y de la crisis de valores que nos arrastra: “Si de algo sirve el dinero es para comprarles inocencia a tus descendientes. No es poca cosa. Te saca del reino animal y te mete en el reino moral. Te humaniza. [...] El dinero tiene, entre otras infinitas virtudes, una calidad detergente. [...] Te concede esas manos impolutas que emergen de los blancos puños almidonados de las camisas. Ya no eres tú quién merodea en la noche. Te permites contratar a peones y criados que atrapen, degüellen y despellejen las piezas. [...] Siempre les han llegado a los señores los animales ya cocinados, servidos en bandeja cubierta con una reluciente cúpula de plata [...] desfigurados hasta resultar irreconocibles y, por eso mismo, apetitosos a su falaz inocencia [...] Ningún rico medianamente inteligente practica el asesinato. [...] Para matar tienen a sus empleados”. Creo que estas palabras de Chirbes son suficientes para demostrar que, al menos en lo que a literatura se refiere, el hombre sigue siendo un ser humano igual de despreciable y que los postulados de Céline siguen hoy de plena vigencia.
Hoy, dominantes casi cien años más tarde, dos guerras mundiales más tarde (y, en España, una civil, entre hermanos), dos crisis económicas planetarias más tarde, desprovisto de valores morales cuando se acerca al poder, el ser humano sigue siendo un incorregible y desalmado animal carroñero.
EL DESCRÉDITO, Viajes narrativos en torno a Louis-Ferdinand Céline
-Prólogos y selección de Vicente Muñoz Álvarez y Julio Cesár Álvarez
Esteban Gutiérrez Gómez,
del blog Bacovicious.