Raquel insiste: “tienes que contar la verdad sin que importen las consecuencias”. El escenario es el habitual, el Huertas 1, pero ha cambiado el menú, porque hemos pedido, en un alarde de originalidad, una ensalada de gambas y una sopa de cebolla. Hay vida más allá de las tostas; y más allá del local: de allí saldremos disparadas al cine y a mí ‘Blue Jasmine’ me dejará deslumbrada. Me hará sentir muy mal.
La verdad…
¿Se pueden grabar vídeos absurdos , morirte de la risa y, al mismo tiempo, llorar de camino a casa? Se puede.
Me está pasando y creo que sólo me salva ese contraste entre los momentos superficiales del día y los tremendamente crudos. El hecho de que estén obligados a convivir arruina su importancia.
“Describa usted en unas pocas líneas su situación…”
En ella no hay nada de romántico. La otra tarde, buscando un DVD en la sección de discos, me encontré con la carátula de ‘Carrington’, la película sobre la pintora británica que a principios del XX se enamoró del escritor homosexual Lytton Strachey y lo convirtió en el centro de su vida a pesar de saber que jamás podría ser correspondida por completo. Strachey murió de cáncer en 1932 y ella sólo le sobrevivió dos meses. No pudo soportar vivir sin él y se suicidó cuando aún no había cumplido los cuarenta.
La certeza de saber que nunca será recíproco no debilita este amor, más bien al revés, lo hace más fuerte. Es una especie de amor privado, que no necesita demasiado del otro y es síntoma, creo, de un incipiente desequilibrio que la presencia de Vitu en casa, un acontecimiento al margen, por algún motivo que se me escapa contribuye a enfatizar.
Experimento una terrible aprensión por el orden y lo cotidiano, por lo que hay que hacer.
Noto que empieza a difuminarse la percepción de las cosas, como cuando de adolescente tenía unas reglas tan dolorosas que intuía la conciencia al borde del precipicio, a punto de saltar y perderse para siempre.
La locura no está tan lejos. La estoy mirando desde el pretil.
La locura es la tarde silenciosa que cae sobre la playa. Coqueteo con ella, aunque sé que es peligrosa, porque no me parece una opción tan desagradable.
Si al menos, pienso, tuviera derecho a sentirme la víctima, creo que eso estaría bien. Haría más llevadera esta pena.
Pero no tengo ningún derecho.
No puedo exigir nada; de todas, mi situación es la menos desafortunada. Soy la que, aunque se queda sola, se salva al final; una superviviente de talento mediocre, la clase de ser que no permite el descarrilamiento de sus pulsiones por miedo a hacer el ridículo.
¿Y si la prudencia fuera una cualidad de imbéciles?
Hace un par de días empecé a escribir un cuento. Solo tengo unas líneas. Empieza así:
"El tiempo que pasaba sin verlo era tiempo pasado bajo el agua conteniendo la respiración. Intentaba evitarlo, aguantar la inmersión y aceptar la percepción distorsionada de las cosas. En medio de la profundidad del mar, abría los ojos y todo era azul, y la soledad era infinita; un abismo líquido, de curvas y silencio lo deformaba todo; por eso más tarde o más temprano tenía que salir a la superficie y coger aire. Necesitaba el oxígeno. Se trataba de una cuestión de supervivencia.
Sin embargo, tampoco era completamente feliz durante los pocos ratos que compartían, porque distinguía la amenaza de la asfixia inminente desde el instante mismo en que se decían adiós; el tiempo que pasaban juntos era el último deseo de los ahorcados, con la única diferencia de que la muerte llegaba en todas y cada una de las despedidas, repitiéndose intermitente.
Era una muerte que no acababa nunca".
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