Cómo ser mujer, de Caitlin Moran


-Voy a sacar el libro de Fletch –le explico a la perra. Fletch es una película muy mediocre del momento, con Chevy Chase como actor principal–. Seguro que trae una foto de Chevy en la cubierta; voy a mirar la foto de Chevy y luego la copiaré en mi “Libro del Amor”.
[…]
He planeado exactamente lo que voy a hacer con el libro de Fletch. Cuando llegue a casa, lo envolveré en una camiseta y lo esconderé en el fondo del cajón de mis bragas para que papá y mamá no lo vean. Es muy importante que mis padres no se enteren de que empiezo a enamorarme de la gente, porque entonces puede que se den cuenta de que me estoy haciendo mayor; y estoy intentando más o menos guardarlo en secreto. Creo que eso desencadenará algún tipo de incidente.

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La pornografía gratis y explícita del siglo XXI ataca la imaginación sexual de los hombres y las mujeres como si fuera un antibiótico, y acaba con todo el misterio, la incertidumbre y la duda, buenos y malos.

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A decir verdad, el parto da a la mujer un buen par de pelotas. La felicidad que te invade al comprender que todo ha terminado, y que no has muerto, puede durarte toda la vida. Eufóricas y animadas por lo valientes que han sido, las flamantes madres ordenan por fin a sus parientes políticos que se retiren, se tiñen el pelo de rojo, dan clases de conducir, trabajan como autónomas, aprenden a utilizar un taladro, experimentan con ingredientes thai, bromean sobre la incontinencia y dejan de tener miedo a la oscuridad.

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Las primeras grandes advertencias de la mortalidad comienzan a llegar. Los padres de la gente empiezan a tener enfermedades. Los padres de la gente empiezan a morir. Vamos a funerales, y a entierros, donde digo palabras de consuelo a mis amigos, aunque en mi fuero interno me consuele pensando que la muerte sólo afecta a la generación anterior. Un suicidio, un infarto, un cáncer, son cosas que le ocurren a las personas mayores que yo. No han traspasado los límites de mi generación, por el momento.
Pero observo a la gente de edad que llora en el cementerio, en la iglesia, en el crematorio (que parece extrañamente una sauna municipal), a fin de aprender sobre el futuro. Pronto seré yo quien tenga que enfrentarse a esas horribles despedidas.
Pronto, también, me miraré las manos y comprenderé que son las manos de mi abuela, y que el anillo que ha brillado todos estos años se ha convertido, sin que yo hiciera nada, en una antigüedad. He dejado de ser realmente joven. Todavía habrá un período de plenitud, una década más o menos de equilibrio, y luego lo siguiente que pasará es que empezaré a ser vieja. Eso será lo siguiente.


[Editorial Anagrama. Traducción de Marta Salís]

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