Mujer. Copyright: Viktor Sheleg |
En medio de la espuma, se alzaban los pies, diez Virginias que fumaban un opio triste.
En el salón enorme, la sirvienta había colocado una bañera antigua, a modo de amante pudiente a cuatro patas, erizado el lomo, con el collar de perlas jadeantes que revelaban su estatus y sus paseos por la avenida Foch; mientras, él llegaba y le amorataba la cintura.
Aquella tina que bañó la cabeza cortada de Madame Du Barry; mis senos extendidos como corbatas de lana, puros, pero sin atisbar cuello al que unirse; gatos y somníferos para burguesas ociosas sostenían el techo.
Laxitud, tintineo de unas ajorcas enormes sobre los bordes del mármol y plantas trepadoras que formaban volutas de alubias sobre la crucería de la sala.
Alguien exclamó: ¡El rojo se está quemando!
La única (y tibia) respuesta fue el rubor de los huevos escalfados del desayuno.
Toda la pulpa brotaba del gel, íntimo y desasosegado, el lomo se erizaba y olía a violetas la habitación, el domingo, la comarca.
Aunque fuera julio. Aunque éste no es país de flores.
La marejada cayena, los ojos vueltos, el clímax tierno y dulce de los cogollos vírgenes y descuidados.
Recordé una película en la que una mujer había muerto asfixiada en una habitación cuajada de flores. Dioxidada.
La soledad es la convivencia gozosa con tus células, murmuraban las manadas de elefantes que pasaban errantes, camino de la misa y el góspel. El techo se cariacontecía por el vapor y los orgasmos lentos de la selva.
Tan sólo hablo de un baño de doncella en canícula, tan sólo hablo de la manera de eliminar el óxido de la calandra de un coche.
Es la mayor intimidad el ser contemplada por los ojos impotentes de los cloroplastos vegetales, la yema sol acuosa de la primera comida, el mármol que callaron y que sólo espera al Tiempo para poder cambiar.
La jungla, voyeur a mis espaldas.
Y yo, plena, gozosa, pantera de ante azul,
recipiente del futuro hijo del estío y del manglar.