Hola, estoy debajo de mí, acá escondida. Avivo el dolor de esperarte, como dentro de una horizontalidad fatigada, ese fervor con el que me dejo abrir por tus manos cuando se despiertan. Es el desentierro de un muerto verte llegar por entre los ausentes. Esos fantasmitas que te ponés en la lengua para hacer de mi vida lo que le sucede, así, sin piedad, cavando. Y te definís como el alimento sexo carne y me llevás a tu quirófano del amor y desollás. A mí, que era una mujer inteligente antes de conocerte, ¿entendés? Y ahora me abandono a la basura de una cama que ahoga. Y me arrastro como una serpiente hasta tu entrepierna. La serpiente llora tu sexo hasta amarlo, hace reverencias de virgen cuando pide que le descuelguen las pérdidas de semen de los ojos. Y te miro así, con los dedos vivos por el cuerpo y te sonrío.
Y me das aire a los pulmones, y me acariciás hasta la servidumbre y me hacés horrores magistrales, y tu belleza es algo que se come abusándose, triste, de toda hondura.
Grito, pero en realidad estoy orando, haciendo un altar de posturas empeñadas en devorarte. Como la desnudez de los que se miran, satánicos de amor, con el corazón aflorando en la alegoría de los dolientes.
Estoy debajo de mí, adentro de mis dedos, hola: acá. Y me arranco viva para darte el fondo donde se contiene lo que llena al mundo. Me arranco viva en el gesto desentendido de una ausencia demasiado inútil; para vos: aire de mi reloj de arena. Hombre del mar, músculo atroz entre mis huesos.