Tres jóvenes activistas de Femen dejaron al descubierto sus ideas, su cuerpo y nuestras contradicciones al irrumpir en el Congreso. Al igual que sucede con el arte performático, lo más interesante de su intervención no es tanto la obra en sí como la ola de reacciones e interpretaciones que genera. Al margen de su puesta en escena, la iniciativa ha cumplido su objetivo: provocar un debate tan urgente y radical como las medidas machistas de Gallardón. La respuesta del PP ha sido previsible y plana, adjetivos que encajan con sus siglas. Varias diputadas del partido han descalificado la actuación de Femen, haciendo un superficial énfasis en los desnudos y evitando opinar sobre el fondo de su protesta o la reforma legal que encabeza el ministro. Muchos pensarán, y tendrán razón, que aparecer desnudas en el Parlamento no es una medida de buen gusto. Tampoco lo es dejarnos en pelotas con las decisiones que allí se toman por mayoría simple. El señor Gallardón, procreador general, se apresuró a comentar que la protesta constituye una «falta de respeto a la soberanía popular». Si tanto le preocupa la soberanía popular, lo coherente sería convocar un referéndum acerca de sus propuestas, que hacen retroceder a España 30 años en la conquista del derecho de las mujeres a decidir cuándo y cómo han de ser madres, en lugar de ser sujetos pasivos de la biología y, para colmo, de gobernantes conservadores como él. Ahora bien: como mucha otra gente, ante la protesta de Femen he sentido una mezcla de simpatía por la causa y objeciones hacia la forma. Lo más discutible es quizás el eslogan que esgrimieron las activistas: «El aborto es sagrado». Antes de lanzarse a juzgarlo literalmente, como intentaron hacer interesadamente el ministro y sus obedientes parlamentarias, puntualicemos que la mención de lo sagrado parece trabajar aquí en una doble dirección. En primer lugar, invierte el tópico que suele funcionar como lema antiabortista: si el derecho a la vida es sagrado, el derecho a la libertad individual también. En segundo lugar, denuncia las intrusiones de la moral religiosa en la legislación civil. Incluso para discrepar del eslogan, convendría tener en cuenta estos matices. Dicho lo cual, personalmente sigue pareciéndome erróneo: no es que el aborto sea un derecho sagrado. Es que precisamente la sacralización de ciertos conceptos terrenales y profundamente ligados a la ideología (la familia, los roles de género, el sexo, la libertad individual) nos impide debatirlos desde la racionalidad ciudadana.