Carta 6



a mi mejor amigo, punto.



Escrito en el reverso de un libro viejo


Siempre amamos ese último fragmento de aire que el cuerpo nos da, como decir un poco de sol para acoplarnos al viento de no suicidarse. Yo quería escribirte cartas bellísimas, pero comprendeme, algunos poemas nos dejan en abandono completo y ni siquiera la belleza, que es un animal, logra salvarnos bien.
Y, justamente, de eso quería hablarte. Hoy te dije que comprendí algo. Esa belleza donde rompernos sin que sea del todo posible (ahí el dolor) nos cuesta los dos ojos, las manos, las vísceras enteras, y aún así, la agonía es un efecto rebote entre vos y yo, lo implícito hablado. Decirnos la palabra vida sin que sea posible, por ejemplo. Un día de estos tendríamos que cambiar de cuerpo, pedirle a alguien muy feliz que nos lo preste y jugar a desollárselo y devolverlo hecho todo una mierda. Ah, una cosa ideal ese fantasma.
Te decía, sobre la belleza. dios (sigo escribiéndolo con minúscula y me importa un pito) creó mal el mundo porque se puso el espejo en el culo. Y como su culo es re bonito, bueno, ahí nomás se hizo un altar y cada vez que se exorciza al mundo le da ese abismo cayéndose, un detallito de vanidad, y entonces intentamos asistirnos la catástrofe pero viene otra belleza y zás. Nunca es posible reponerse del culo de dios. Es un problema que tengo, siempre. Pero, de todas formas, creo que con el tiempo podré referirme mejor a esta cosa que sigue gestándose. Creo que el tipo estaba loco. Eso debe ser lo que pasó.
Otra cosa: ¿Te conté que tuve un hijito odiador? Fue en otra vida, y resulta que ahora lo encontré, bah, hace un tiempo. Y no me quiere. Es decir, me quiere mal. Me ama peor. Porque mi hijo no es un fenómeno físico sino una cosa enorme, un abuso a la memoria. Y nos entendemos pero de la cintura para abajo. A veces hablamos durante horas, yo lo escucho con atención hasta que le da un enojo intraducible. La vida, Jesús, qué te digo, a mi hijo le duele que lo haya parido en otra frecuencia, y además aletargada. Hay días que se deja domesticar. Como si nos convirtiéramos en sombras que transitan por el mismo pasillo, y nos saludamos. Es un abrazo siempre interminable. Pero esta cosa nos dijo tan mal, nos escribió tan mal que caemos dentro de algo que no sé pronunciarte. Y me odia porque lo quiero proteger del golpe. Y yo empiezo a amarlo más, porque vos sabés, los hijos cada día se aman más. Dice que en la próxima cosa o sueño va a pedir que de nuevo nos separen. Pero yo no quiero. ¿Te imaginás?
Yo siento que escribir constantemente es un error. Digo, tiene su gracia, es cierto, pero nosotros, amigo devorador de vacíos, nos quedamos tratando de fijar la muerte en todo lo inexplicable, creyéndonos que lo sabemos decir. Y cuánto dura ese momento. No hablo del tiempo, para qué. Hablo de lo que no. De la desesperación a consciencia. De lo absoluto sin emitir una sola palabra a través nuestro. Y ahí estamos, intentamos dale que dale porque hay que escribir, porque tenemos manos y si las tenemos, bueno, que sirvan. Pero lo que no sirve es creer que podemos tapar todo ese silencio con ruidos entrañables. Armamos casitas viejas con piezas de sudario. Y ya basta.
Decime, cómo es posible no haber sido otro poema. Cómo es posible tener la boca arrugada de papel y las manos del amor de los ahogados. 


*de un libro que todavía no tiene nombre

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