Magma, de Lars Iyers, novela. La he leído. A Flaubert le hubiese gustado. O al Flaubert de treinta años que ha leído a Kafka y ya no tiene rentas de las que vivir. La literatura, en fin, como trastorno. Como trastorno digestivo incluso. Suena mal pero aquí está bien. Hay que reírse, y te ríes. Y con humedad viscosa de fondo, en una periferia inglesa casi monstruosa, casi gallega. Se trata de un Bouvard y un Pecuchet abrumados por una ilusión que ya les huele a podrido. Dos monos quitándose los piojos uno a otro. A Kafka también le olía a podrido; pero él era Kafka. Aunque estaba muy lejos de saberlo. Si lo hubiera sabido no habría escrito ni una palabra más. He ahí la clave, la trampa, el elevado y torturante pasatiempo. Otros hacen Sudokus.
El éxito, por supuesto, es una vulgaridad imperdonable. Como tantas cosa buenas, o que hacen buena la vida. La vida puede ser muy mala; avinagrarse es muy malo. Pese a todo el éxito es el pan nuestro de cada día, algo así como las flechas que señalan el camino. El fracaso es una remota posibilidad, hasta que se convierte en todas las posibilidades y entonces llega la gracia; desaparece. Deja de existir.
El éxito es sobre todo una multiplicación, una repetición del exitoso hasta el delirio. El éxito convierte a alguien en muchos, como una clonación histérica, vírica. Hay siempre un empacho, una incapacidad para digerir el éxito de los demás y quizá el de uno mismo. O sobre todo el de uno mismo. De ahí que sea tan habitual morirse de éxito, como acribilllado por todos esos yoes que han tomado el mundo con su cháchara blenorrágica.
Tengo buen recuerdo de esta novela. Estoy ahora con La tentación del fracaso, los diarios de Julio Ramón Ribeyro, que es un poco seguir con lamentaciones de escritor sietemesino y todos esos disparates que comprendo sin mucha dificultad. Disparates íntimos.