o se tomará su venganza.
Quizá los parques no deberían hacerse
para el descanso de los hombres,
sino para el alivio de los árboles.
La vida reluce bajo la lluvia,
la celebra mientras nos refugiamos
en coches, bares, paraguas y vigas de acero.
Al habitante de la urbe le enceguece su propio ruido.
No le molestan los motores ni los taladros,
ni el fuerte olor de humo y alquitrán.
Pero la fina lluvia le horroriza.
Al ciudadano la vista no le alcanza
para captar todos los estímulos que recibe,
ni el olfato a determinar la procedencia de los aromas,
ni el oído a reconocer las voces que le rodean.
Mas aunque lo lograra, sería tan insuficiente…
La burbuja de las urbes palidece
ante las charcas del camino.
Y es tan pequeño el pie humano
bajo el ceño tenaz de la montaña.
La paz de la naturaleza es engañosa.
Si hemos huida de ella es porque nos asusta
el tacto áspero del viento libre,
nuestro reflejo débil en las aguas del lago,
las piedras duras que sepultan
tacones y ropa de marca.
El hombre es el único animal que nada a contracorriente
y el único que tiene prisa.
A un pato nunca se le ocurriría.