LOS GLADIOLOS DE ROTHKO


No le hizo falta levantarse de la cama ni asomarse a la ventana para saber que minúsculas falispas de nieve enredaban el aire en un sin fin de sutiles torbellinos.
Conocía el silencio de la nieve, aún con los ojos cerrados y amortiguado por el calor de las pesadas mantas.
Volvió a dormirse.
Despertó al mismo tiempo en el que la ventisca se desvanecía. No le hizo falta asomarse a la ventana para saber que la tarde ya sería de abril. Se levantó de la cama.
Los críticos, años después, elaborarían teorías sobre colores, misticismos y sentidos, pero ninguno de ellos podría siquiera sospechar, que estas verticales de color, fronteras deshilachadas, no eran otra cosa que el recuerdo que Marcus Rothkowitz conservaba de esa tarde de abril en la que después salió el sol y aprovechó para plantar gladiolos junto al césped.
Quizás fue la última tarde en la que fue feliz.
Pero esto, obviamente, no es más que una hipótesis.

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