A mi familia le horrorizó la idea, pero al final nos casamos como quisimos. Mi madre, que tenía un vestido encargado para lucirlo en las bodegas de Jerez, tuvo que cambiar de modelo por miedo a perder los zapatos en el barro. Mi padre, tradicional como él solo, no aceptó deshacerse de su chaqué. Fue curioso verlos allí tan elegantes entre las ovejas. Luego, más animada, mi madre se lanzó a bailar descalza ante la insistencia de mi mejor amigo; y mi padre, al quinto whisky, se congestionaba al final de un prado intentando sacar alguna nota a una gaita.