Siempre escribo sobre la lluvia.
Durante la última semana he visto a mucha gente y he tomado una decisión. Me siento afortunada porque los espacios que habito son agradables y están protegidos del frío; y porque tengo amigos que saben más que yo y me prestan una atención que no merezco: ha habido cañas compartidas en estos últimos seis días; una película en el cine (“Hitchcock”, que nos sorprendió para bien) y otra a medio terminar en el sofá; varios cafés con leche; incontables conversaciones telefónicas; confidencias entre chicas capaces de beberse ellas solitas una botella de vino; crucifixiones prescritas por el médico; visitas a librerías de segunda mano con hallazgos sucios e impresionantes, la bibliografía casi completa de un autor italiano que desconocía, Giorgio Scerbanenco; digresiones en el Buda Feliz sobre amor y literatura; y la opinión de mi amiga Marina, que hago mía: ella cree que nada pasa por casualidad.
Mi madre, que me apoya, me dice que deje de darme explicaciones a mí misma, ya no hay vuelta atrás; y yo leo del tirón “Un buen chico”, durante esta mañana de sábado perdida por completo en alejarme de la realidad, que está a punto de dar un giro de 360 grados.
Esta noche, con dos cervezas, me emborracharé.
Escucho música, canciones pop de Estopa y Funambulista, que avivan una memoria de años. Me pregunto si cualquier tipo de creación no exige mantener las heridas abiertas, vivir eternamente en los últimos días.
La literatura no es compatible. Hasta hace muy poco pensaba que sí, pero empiezo a sospechar que sólo han experimentado la sensación de saltar al vacío los que lo han hecho sin red.
Y no estoy triste ni tengo pensamientos suicidas. Podría seguir mañana tras mañana bajando a comprar el pan, pero no lo voy a hacer.
Porque ha llegado el momento de cambiar las cosas.
Otra vez.
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