Cuando yo era pequeño vi una película de Bruce Lee, sólo una, y fue tal la fascinación que creó en mí que al terminar me fabriqué unos nunchakus como los suyos, pero cutres. Utilicé dos trozos mal serrados del palo de una escoba y una cadenita tan fina que parecía una esclava. El invento duró un par de gritos frente al espejo y bastaron tres minutos para que la falange del dedo corazón de mi mano izquierda se quedara mirando a Cuenca. Ya en el coche, camino del hospital, mi padre sonreía cómplice por mi percance, mientras mi madre, después del pertinente bofetón, miraba por la ventanilla pensando cual iba a ser la mentira que le iba a contar al médico para que no pensara que tenía un hijo 'idiota perdido'.